Primer día, desde hace unas horas, creo, de verano. Cae el mismo sol, tal vez un poco más cálido, luminoso, implacable. Me gusta ver cómo se derrama por el paisaje, lo va inundando todo, pero no puedo soportarlo sin una buena gorra de visera, o, lo que es mejor y más eficaz, una sombra acariciada por la brisa. Tengo un recuerdo de hace muchos años: verano, Castilla, cadencia también implacable de cigarras, olor de jaras, colores cansados, sol a raudales, taraceado en cada elemento del paisaje, pero el posible amparo de la sombra de unos álamos, respecto de que escribí entonces, creo recordar “que vais dando escolta al río de mis sueños”. El río no era más que un regato, tal vez su recuerdo, pero amparamos a su hilo, donde la sombra más se espesaba y un asomo de brisa le movía su espesura sin peso.
Primer día de verano. Se queja la hermosa gente -Saroyan siempre nos lo llamaba desde su desconsolada ternura- de calor, olvidada de que anteayer sin ir más lejos estaba quejándose de humedad, de frío, de locura de la primavera, que nunca se sabe por donde va a reventar, apacible como un otoño o afable como el presagio de esto que acaba de llegar: el majestuoso sol, que pasa en su carroza y nos saluda como un emperador, aleteando con esas inmensas alas de luz, de calor.
Una sombra, un libro, la corteza del árbol para apoyar el dolor de espalda y dejo el libro al lado para escuchar el río, el ruiseñor y el mirlo, que, todos a la vez, han inundado el silencio de musicalidad que ensambla el zumbido entrecortado de la abeja que se va posando en cada flor un momento.
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