En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
martes, 22 de julio de 2008
Casi todo el mundo dice que estamos en crisis, incluso el mundo que aseguraba que no, hace poco, y apuntan, dicen, especulan acerca de cómo y qué hay que hacer para salir de ella, pero en realidad no saben. Nadie sabe. Las reglas fallan cuando se entremezclan, además de con sus circunstancias habituales, con decisiones de desconocidos con poder, que suelen moverse a media luz por los entresijos de la ciudad alegre y confiada, por donde andan los intereses. Son dos títulos de sendas piezas teatrales ya pasadas de moda, que escribió en su día don Jacinto Benavente y ahora recordadas nos acreditan que la humanidad se parece a sí misma, a través de la historia, y más cuanto más se ahonda en lo puramente instintivo, como es el afán de poder y dominio a través de la cosa económico financiera. Personalmente opino que cada crisis tiene mucho de reajuste psicológico de números, que se reajusta y sana unos peldaños más arriba de una escalera que no lleva a ninguna parte. Y por esos suele iniciarse por la sensación de que el dinero ha dejado de moverse en la cuantía y con la frecuencia que conviene a los más influyentes, poderosos y ávidos, que, caprichosamente, mueven el valor de las monedas para desequilibrar el mercado mundial. Los más pobres se resienten primero. Han de moverse, trabajar más, mover más el dinero para reajustar sus economías. Se producen situaciones de inflación, crecimientos compensatorios de intereses y se reajustan al alza los precios hasta un punto en que motivan airadas reclamaciones sindicales de que se compensen, con alzas de salarios, las pérdidas de su poder adquisitivo. Esto se logra y estabiliza restableciendo, un poco más arriba en la escalera de las cifras, la situación de que habíamos arrancado. Y vuelta a empezar. Cuando parece que se está llegando al límite, la mejor solución será crear una moneda distinta, cuanto más común mejor, con un valor expresado en cifras de nuevo pequeñas, que vuelven a facilitar otro tirón de precios. Todo ello complicado por la insolidaridad humana, que no consiste siempre en despreciar o desatender a los más pobres, sino en el modo de retribuir de modo diferente y diría que desproporcionado, el máximo esfuerzo de que es capaz cada cual para realizar el trabajo del conjunto.
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