viernes, 25 de julio de 2008

Digo una charla improvisada sobre el tiempo que tocó vivir a mi generación. Me escuchan, atónitos, unos cuantos estudiantes nacidos en este tiempo de relativa paz en que vivimos, con todos los fantasmas y las fieras dormidos en el desván de la prudencia, ¿provisionalmente? Desterrados. Revivo en clave de relato un tiempo de angustia, otro de desesperanzada esperanza, esa paradoja en que consiste el punto de luz que desde el horizonte nos convoca cuando parecía evidente que no cabía seguir, aparentemente acabados todos los caminos posibles, cuando la ilusión, la fantasía y hasta el sueño han de emprender su labor, curarnos la miopía y permitirnos ver, ya digo, a lo lejos, un temblor apenas perceptible de la luz, el calor, en definitiva la hoguera en torno a que reemprender la convivencia en que la vida consiste. Y me doy cuenta precisamente hoy de que los supervivientes al crudelísimo siglo veinte hemos tendido la oportunidad de atesorar una increíble experiencia que sin duda ha afilado nuestra sensibilidad y nos permite ser más humanos, más comprensivos. Eso no se lo conté a mis oyentes, que, seguro, acabada la experiencia de escuchar, se habrán ido pensando en otras cosas más de ahora mismo.

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