miércoles, 16 de julio de 2008

Lagartos amarillos, de calor húmedo y mirada sin ver, atravesada. Hay toda una multitud todavía viva y un muerto en el tanatorio, iniciando su viaje que todavía ayer no sabía adonde y ahora mismo el buen padre Dios digo yo que no tendrá secretos para él y le dirá que ande, que pase y será una gota más de Universo a reciclarse en la inimaginable eternidad. El árbol que dije, el evónimo, permanece muerto, bocabajo en el río. Casona dice en uno de sus títulos que los árboles mueren de pie, pero eso sólo es a veces. Serán, digo yo, los árboles escogidos por vete a saber qué méritos que un humano no tiene por qué saber ni entender. Por lo que sé, los hay que mueren talados aprisa y corriendo y otros quebrados por el rayo, el cansancio o el viento. Hay nubarrones en el cielo, que pasan, y el mar, la mar, está profundamente azul. Mi perro le gruñe a una perrita jacarandosa que está, cuando llegamos, comprando el periódico, del otro lado de la correa que su ama sostiene distraída. Le pega un tirón, se escapa y a mi perro le da un ataque de ladridos de envidia. El periódico echa cuentas de lo que va a durar la crisis: cuatro años como mínimo y puede que seis, le digo a un señor que me pregunta lo que opino de esto que pasa cuando los negociantes que hicieron el negocio que hicieron, pescando a media luz en el turbillón del polvo de ladrillos, ahora se enfadan porque los bancos no les prestan papelillos de colores para hacer juegos malabares. Ha llegado el iPhone y tendremos que comprar uno para incorporarnos al rebaño y que los nietos nos den clase particular de tarde de verano, entre dorremifasoles de los aprendices de gaita y las niñas bonitas que van a clase de piano con sus partituras facilitadas bajo el brazo, muriéndose de risa porque los viejoverdes las miramos hecha agua la mirada por el aquel de las cataratas.

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