lunes, 14 de julio de 2008

Zaragoza está más allá de León, de Burgos, de Logroño, transcurridos centenares de kilómetros de yermos y de baldíos, algún sembrado de alfalfa, océanos de trigo y algunos ordenados viñedos. La autovía, durante gran parte del trayecto, se cuela por entre la tristeza desapacible de la España más despoblada, árida, hasta da la impresión de que escépticamente desesperanzada. Zaragoza ha crecido un poco más, oigo que es la quinta ciudad del país, un poco caótica, pero indudablemente viva. Hace mucho calor, a eso de las cinco de la tarde de la exposición del agua y la gente se arremolina en el pabellón de Japón y en el acuario de agua dulce, inasequibles para los como yo apresurados y para los impacientes en general. Un grupo de mujeres tristes, inexpresivas, pintan la alegoría de su defensa contra la agresividad masculina, esa cobardía a que ahora llaman violencia de sexo, producto del posesivo sentido del desamor que inventó el dislate de que o pa mí o pa naide y del desahogo de los más cobardes, que buscan alguien débil e inerme sobre quien volcar la desesperación de no saber enfrentarse a las dificultades o a los iguales. Me pregunto si cuando no se hacía publicidad de su proliferación había tanta paliza como ahora propinan los chulos de guardarropía a sus víctimas y si ahora, a la inversa, no hay una partida de impresentables que, como alguna d que tengo noticia, denuncian en falso para jorobar a quien no peden, pero quieren perjudicar cuanto sea posible. Un intento más de utilizar el sistema judicial como arma para dirimir querellas personales. A medida que se sofistica, la sociedad trata de poner falsilla a la conducta de la gente y la convivencia complica mediante prótesis de unas articulaciones de su organización que sólo una convicción generalizada de que hay que respetar al prójimo, incluso cuando se vulnera la regla de oro de que es imprescindible amarlo, podría hacer que el todo funcionase con una cierta regularidad.

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