Contar una historia, cierta o no, no tiene por qué hacerse de modo incoherente. Las historias fluyen, cierto es, con aluvión y concurrencia de aguas y arrastres que vienen de aguas arriba, donde está el pasado, y van aguas abajo, donde está la desembocadura de la mar. Lo que no me gusta es que traten de inventarse dislocaciones del tiempo y el espacio, no porque sea ni siquiera parezca conveniente para la claridad de lo que se cuenta, sino para artificialidad, llamada de atención, sorpresa desconcertada del lector. Los jurados, luego, me desautorizan y dan premios inconcebibles. Van, sin acabar de ser leídos, al rincón oscuro del desván. Donde el montón, cada vez más alto, de que sólo un paciente rebuscador de olvidos los sacará y salvará tal vez del definitivo olvido.
Llueve un latigazo de invierno y la calle, en obras, se convierte en un lodazal. Allí se mete mi perrilla de agua blanca, por naturaleza, como la nieve, y sale como no digan dueñas. Y viene, tierna y afectuosa como es, a ponerme las patas en el jersey y los pantalones y al final, los dos, ella y yo, parecemos comandos camuflados en misión especial, que para más INRI, al llegar a casa, vamos dejando por las habitaciones la evidencia de nuestro paso.
Al hablar del frío se me viene a la memoria la vertiginosa ascensión del precio del gasóleo. Una nota más que añadir a la vacilante andadura del ciudadano consumidor, sucesivamente aconsejado para que use lo que en cuanto se usa sube de precio y empuja contra las cuerdas económicas a los más pobres. Los más pobres tienen que aguzar el ingenio para sobrevivir. Cuando se les agota o cuando envejecen, los más pobres se angustian más y más, delimitados en su actuación, en su vida, por los precios. He oído decir que hay quien opina que algún día podrá bajar algún precio. Tal vez. Durante las rebajas. Otro día hablaremos de las rebajas. No lo prometo porque da mucha pena.
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