Viajo, algún tiempo dormido, por Asturias, León, Castilla, otra Castilla y Madrid. Están florecidos los ciruelos y los almendros. Total, a distancia de un mes, acecha la primavera. Está brotado, alrededor de la Mota del Marqués, el trigo. Las cigüeñas han repoblado sus nidos de lo alto de las torres de los tendidos de alta tensión. Les importa un comino el peligro. No hay ninguna, que veamos, achicharrada al pie de ninguno de los tendidos, ni siquiera un cigoñino de los que hay que presumir indefensos, recién llegados como están a este baqueteado mundo repleto de peligros.
Madrid, aún a pleno sol, tiene un no sé qué de nostalgia de sí mismo, de cuando parecía una postal, con una verbena en cada esquina y la posibilidad, dentro de poco de que apareciesen las violeteras o don Hilarión acudiese con su morena y su rubia. El sol, al caer, se llena de polvo de luz apagada, de luz hecha ceniza aparentemente impalpable. Se advierte a la crispada, cuando se roza, que en vez de pedir perdón con una sonrisa, se encrespa y pregunta por qué te has rozado con él o con ella. Por casualidad, paso al lado de dos mujeres que discuten y de nuevo me maravilla la facilidad y rapidez con que han asimilado el lenguaje de los hombres. Una le llega a decir a la otra que le toque los cojones, y ni alguna de ellas se echa a reír, ni lo hace ninguno de los que se cruzan y detienen un poco el paso con la esperanza, me temo, de que la sangre llegue al río y se produzca un todavía más pintoresco espectáculo.
De pronto, casi oculto ya el sol, se produce un curioso fenómeno, el cielo se tiñe de oro por el oeste y de rojo intenso por el este. Dura un momento, luego, el rojo cede y el dorado se apaga como el final de un suspiro y se enciende el lucero vespertino, vigilando que todo esté en orden. Adivino en el hotel donde pasaré la noche, donde soy cliente ya muy viejo, síntomas de decadencia. Todo, pienso, envejece. ¿O seré yo, que como ando más despacio, detengo más la mirada en los detalles?
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