Nos lo ponen, ominoso como el profeta su mensaje en el espejo de palacio, en la ventanilla que desde el comedor abrimos al mundo, ese ojo de cerradura a través de que se esfuerzan por interesarnos de la inverecundia de una peculiar caterva de paseantes –boulevardieres, decía un pariente que vivió en el París de los sedicentes felices treinta, para referirse a quienes entonces ya se les parecían y remedaba con aquella simpatía suya, tan ácida, don Maurice Chevalier, bajo su sombrero de paja dura, el canotier-, nos ponen las sucesivas revoluciones del norte de Africa, primero tunecinos, hoy egipcios. Numerosas personas, excitadas, están peleándose, al parecer con ferocidad, en unas calles hasta hace pocos días pacíficas y llenas de turistas, hoy supongo que atrincherados en sus hoteles y aterrorizados. Tan incomprensible como siempre, que esas personas que hace tan poco iban como tú y como yo por las calles y las plazas de sus ciudades, más o menos como las nuestras, de pronto se hayan convertido en ardorosos guerreros y estén arriesgándose nada menos que a que les rompan la crisma y los maten o dejen inválidos de un mal golpe otros también hasta hace el mismo tiempo igual de aparentemente pacíficos conciudadanos.
Y lo más curioso del caso es que en el enfrentamiento parece ser que debaten si deben obedecer a unos o a otros posibles gobernantes, que es probable que los mantengan en hacer lo mismo que con los de ahora hacían cada día.
Fuera de unos pocos que sustituirán a otros pocos en los puestos clave de la organización del Estado, los demás, en cuanto acabe el motín, regresarán a casa, más o menos contentos del resultado, más o menos maltrechos, también, y reanudarán sus rutinas habituales.
Pacíficos, de nuevo, sonrientes, como si no hubiera pasado nada.
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