Cuando no me entiendas, por favor, dímelo, será que me he perdido en esta nueva babelia del siglo XXi, cuando nada de lo que se dice es lo que parecería, sino lo procedente para complacer a no sabes quién, que bien lo sabe en cambio quien está hablando y hablando. Puede que se hable demasiado, pero la mayor parte de lo que se dice sea ya ininteligible. Entonces es como si creciera el silencio. En lo más hondo de la garrulería, está el silencio absoluto, que, como el cero absoluto, está muy por debajo de simple y sencillamente callarse.
Clama el gentío por la estabilidad. Todo debería ser estable. Nosotros, inamovibles. Nueva paradoja, cuando nada en la vida puede ser estable, cuando todo, constantemente, en algo tan dinámico como la vida de un conjunto como el que formamos con cuanto existe, que no da tregua.
Se nos convoca para otro examen cuando todavía no hemos salido de la burbuja de haber abandonado el aula del anterior y nos tambaleamos por el pasillo en busca de aire fresco. Pero el gentío, si quieres, el pueblo, lo que quiere es “llegar” y acampar, o, si prefieres, aparcar. Empleo estable, felicidad duradera, riqueza a salvo, salud para siempre.
Nuestras vidas son los ríos, y cada río, a lo largo del cauce, pasa por hoces y llanuras, hasta llegar a la indecisión del delta. He oído decir que el Amazonas desemboca con tanto ímpetu y caudal que endulza la mar hasta muy adentro. Hay otros ríos de caudal tan dependiente de los caprichos de las nubes, que llegan casi vacíos, tal vez exhaustos, a la mar, desde que suben largo trecho arriba por el río algunas especies de peces exploradores, como el mújol, perezoso y gregario, que pasa entre las truchas olisqueando el fondo.
¿Y todo esto …?
Es al hilo de un curioso fragmento de un libro intragable que estudié ayer porque lo había escrito un viejo conocido al que admiro y me ha dado la impresión de haberse perdido entre las palabras, como si se estuviera ahogando, pero inconsciente, prisionero de su ego y por ello tan satisfecho como suelen ir hacia el acantilado de sotavento los veleros de cada hombre de genio o cada mujer hermosa, decía Morgan, sin que nos quepa la posibilidad de que nos escuchen, sumidos como van cada cual en su tormenta perfecta.
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