En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
domingo, 31 de diciembre de 2006
Pusieron otra bomba. Tres o cuatro plantas de coches estacionados que se fueron al chatarrero –cajitas de hojalata con ruedas, éxtasis de ciudadano medio y su pareja, bolso en el regazo y mirada perdida, de superioridad, mientras la pareja resuda en busca de aparcamiento como en un tiovivo con regusto de “La Cabina”, aquel horror claustrofóbico de la televisión ¿de los setenta?, pero, lo que es mucho peor: dos tal vez muertos y decenas de heridos dolientes. Sin resolver nada. Las bombas no resuelven, sino que generan nuevas bombas, más explosiones, más muertos y heridos, más dolor, más ira, más rencor. El rencor es más difícil de apagar que la ira, que estalla y se apaga como un sentimiento agudo, un do de pecho. El rencor es persistente, mantiene el afán de venganza, lo alimenta, parece que hasta justifica la recomposición de la ley del Talión. Personalmente, la bomba me reafirma en que nadie ni ninguno tiene la razón ni la verdad y cada uno la mínima porción de ella que se nos distribuyó a los humanos al expulsarnos del Edén. Quisimos saber y se nos dispersó la sabiduría de tal modo que nadie dispondrá de la verdad completa, de este lado del espejo, por los siglos de los siglos. Y como consecuencia habrá siempre homúnculos que, convencidos de que la suya es una brizna mayor, traten de imponerla, con los que indefectiblemente habrá muertos y heridos, dolor, ira y lo peor de todo: el rencor. Pocos se dan cuenta, observo, de que sólo agrupando a muchos se consigue incrementar la sabiduría de alguno capaz de ir coleccionando lo suyo con lo que puede aprenderse escuchando a los demás, respetándolos. Pusieron otra bomba y presiente, ojalá me equivoque, que pondrán otras, con nombres de muertos anónimos en el explosivo y la metralla, y matarán a otros con nombres y apellidos previamente seleccionados con frialdad escalofriante por otros hombres –carne también, y sangre, y sentimientos, y, por lo tanto, alma inmortal, por inimaginable que parezca- Pusieron otra bomba y ya hay un gentío político cubriendo el hecho con polvo de palabras, viento de palabras, niebla impenetrable de palabras a cual más astuta, a cual más bella, a cual más impresentable, porque una bomba no es más que una bomba, es decir, el estallido de la parte honda, el cerebro serpentino del fondo de las sucesivas capas cerebrales, de cuando no llegaba a cerebro, pero intuía la parte oscura de la capacidad de pensar de la especie. Poner una bomba es llamar a la muerte e invitarla a que mate al azar a más de los llamados para la fecha de la explosión, a que encienda por los cuatro costados y los treinta y dos puntos de flecha de la rosa de los vientos la profunda oscuridad del terror sin nombre ni número, plena, pura, neta irracionalidad que paradójicamente utilizamos los hombres para tratar de imponer la razón de nuestras sinrazones. Pusieron otra bomba y lo hicieron antes de que acabase el año. No fuera a marcharse de rositas, moviendo la cola limpia de este veneno nuevo de sabor tan antiguo.
sábado, 30 de diciembre de 2006
Le queda, al año, una miseria miserable de tiempo. Decía mi abuelo, el boticario, que tenía algo, como todos los de su época, todavía, de alquimista, que los chapuceros usaban como medidas oficiales, de áridos, el puñado y de líquidos, el chorrito. Al tiempo le queda mucho menos que un generoso chorrito o que un puñado abundante de tiempo, y sin embargo, el suficiente para cualquiera de las dos cosas de mayor importancia que hace el ser humano de este lado del espejo: nacer y morir. Todavía entre lo que queda de hoy el día entero de mañana, han de nacer y de morir miles de individuos como yo o del otro género, inexorablemente distinto, complementario de nuestra masculinidad como a nuestra vez lo somos nosotros de su feminidad. Nacerán todavía indecisos y morirán ya indiferentes a esa diferencia mínima, pero gigantesca, que nos hace incuestionablemente necesarios, cuando no recíprocamente imprescindibles. Esta mañana, temprano, del penúltimo día del año 2006, se ha quitado el frío y volvieron las bocanadas de aire todavía caliente que llega hasta el norte de España procedente del desierto de Sahara. Es un viento propicio para reñir batallas a brazo partido contra la marea que llega del norte. Los marineros pescadores desconfían de esta conjunción, en realidad contraposición de viento del sur y mar del norte, que tantas veces genera mar gruesa y tantas otras lo que es pero, la mar de fondo. Que parece tersa en la superficie, pero por debajo todo es agitación, que revelan las algas arrancadas y la arena removida, que suben del fondo.
Cuatro patas enclenques, dos enormes orejas y un sonoro rebuzno, No se llama Platero ni tiene la panza blanca, ni siquiera gris. Está sucio y cargado, tras de haber luchado con él, mejor dicho, ella, en este caso, para desinflarle la tripa y evitar el frecuente juego de hincharse y aflojar cuando parecía tensa la correa del arnés, dando con la alforja de la carga en tierra, diseminada, para jolgorio de los perros, que entresaltan y ladran, mueven el rabo y arrebatan lo que pueden, lo sacan del tumulto, se alejan a la parte trasera del jardín, donde la morera, y allí se reencuentran y gruñen recíprocamente, con el mayor entusiasmo. La burra nos mira en redondo, parpadea moviendo con lentitud las pestañas y es evidente que nos sonríe. ¿Montas?, parece preguntar invitadora. No lo hagas o emprenderá ese trotecillo engañoso que frente a la mata de ortigas, donde frena en seco, agacha la cabeza y retira un poco las orejas para que no se las lastimes cuando pases, bajando el tobogán, camino del inevitable topetazo.
Mientras hablamos se ha puesto a mordisquear la hierba que rodea el macizo de flores inexistentes que habrá, sin embargo en cuanto llegue la primavera. Parece que falta poco: enero, febrero, marzo …, pero tres meses, depende del observador, o son un santiamén o una cuarentena de aquellas de los veleros con bandera amarilla, enfrente del puerto. Cuarenta días son muchos días, tras de una travesía de otros tantos, con la playa al alcance de la mano, pero del otro lado de la mar. ¿Sabías que los marineros y los marinos –de guerra y mercantes- le llaman con singular frecuencia “la” mar, en femenino? Es para engatusarla. Le dan mimo, le hablan de tú. Fingen, como los legionarios de Beau Geste, ser los novios de la muerte, pero ni la muerte ni la vida tienen novios, y, cuando más, amantes frenéticos que saben que el amor con que nos manejamos de este lado del espejo sólo es eterno mientras dura. Después se intenta borrar, como si no hubiera existido, pero un amor, por efímero que sea, como las amapolas arrancadas del charco de amapolas del trigal, de la ensangrentada herida del trigal, nunca se borra del todo, y de vez en cuando da el ramalazo del recuerdo de un gesto, una palabra, aquella caricia …
Mientras hablamos se ha puesto a mordisquear la hierba que rodea el macizo de flores inexistentes que habrá, sin embargo en cuanto llegue la primavera. Parece que falta poco: enero, febrero, marzo …, pero tres meses, depende del observador, o son un santiamén o una cuarentena de aquellas de los veleros con bandera amarilla, enfrente del puerto. Cuarenta días son muchos días, tras de una travesía de otros tantos, con la playa al alcance de la mano, pero del otro lado de la mar. ¿Sabías que los marineros y los marinos –de guerra y mercantes- le llaman con singular frecuencia “la” mar, en femenino? Es para engatusarla. Le dan mimo, le hablan de tú. Fingen, como los legionarios de Beau Geste, ser los novios de la muerte, pero ni la muerte ni la vida tienen novios, y, cuando más, amantes frenéticos que saben que el amor con que nos manejamos de este lado del espejo sólo es eterno mientras dura. Después se intenta borrar, como si no hubiera existido, pero un amor, por efímero que sea, como las amapolas arrancadas del charco de amapolas del trigal, de la ensangrentada herida del trigal, nunca se borra del todo, y de vez en cuando da el ramalazo del recuerdo de un gesto, una palabra, aquella caricia …
viernes, 29 de diciembre de 2006
Hay versos, incluso poemas, que deben escribirse en voz baja para que ni se asusten ni se dispersen las palabras de que constan, apenas escuchadas, de puro frágiles, tras la respiración del viento que todavía no lo es, que todavía es brisa y apenas mueve las hojas que quedan, recién llegado el invierno, apenas prendidas por un recuerdo, de la rama de cada árbol exánime. Los árboles, dijo Casona, mueren de pie. Y duermen, asimismo, de pie, con lo que fue follaje convertido en una especie de neblina color de arena. Aún así, no se sabe muy bien dónde, casi sin vigor, hay un pájaro que canta. En voz baja, él también, como si supiera lo que digo de ciertos versos y de algunos poemas. Alguien ha publicado una compilación de poemas traducidos por Juan Ramón Jiménez a lo largo de su indeciso vivir. En uno de ellos, la amante madura le promete, en el colmo de su afán de vivir su última aventura, a su fogoso amante juvenil que hasta por él y para él está dispuesta a "quemar sus recuerdos" en la hoguera de un último amor. "Arte difícil -traduce Juan Ramón de Pierre Louÿs- es el amor, y las jóvenes lo saben mal. Yo lo he aprendido durante toda mi vida, para ofrecerselo a mi último amante". -
jueves, 28 de diciembre de 2006
Si por lo menos –se dice a sí mismo- hubiera sido consciente de mi juventud cuando la tenía … Ahora que sé lo que se pierde cada noche de sueño o de insomnio durante la juventud que estuve perdiendo … No perdiste nada –me digo- porque si hubieras sido éste de hoy, no habrías sido joven. Tu yo de hoy, para llegar a tener en la hondura de su sibila el tesoro de la memoria henchido como los cofres de Alí Babá y los de Barbarroja y los de La Isla del Tesoro tuvo que ser como fue, inconsciente. De ahí la calidad de la pedrería, la calidad del oro y sus cantidades ingentes. De haber sido entonces como ahora eres, es probable que tampoco hubiesen pasado las cosas, hubieras cometido los errores, hecho lo que jamás hubieses debido, pero no serías tú, entonces, o no habrías sido joven, con aquel ímpetu que lloras por pluma de tantas víctimas –algunas fingidas- de la añoranza de sus años mozos. Es indispensable haber sido joven e ignaro y tener que arrepentirse de multitud de errores para conocer en la madurez y aterrarse en la vejez de la dimensión de la criatura humana en que consisto, tan capaz y tan vulnerable, tan miserable y tan brillante, tan dolorosamente inútil y tan audaz e imaginativa. Se empieza a entender la vida cuando se está a punto de abandonarla, pero en cualquier caso a costa de haber vivido la precariedad de la ignorancia, su debilidad, incluso, a veces, abandonado al irreflexivo impulso de cualquiera de los instintos que brotan por los cráteres del alma, procedentes de las especies que fuimos a lo largo de la constante evolución de cada faceta de las innumerables de nuestra esencia humana desde que fue proyecto.
miércoles, 27 de diciembre de 2006
martes, 26 de diciembre de 2006
fe de erratas
En el texto anterior digo "la" aire, por el aire; "recordandop", por recordando y "maga" de un viejo chaquetón por su manga. Ya lo habrá observado cualquier eventual lector. Yo le pido perdón, si existe, por ser, como soy, tan chapucero.
Siento, como una hiedra benigna, el frío, ahora, con poco sol reciente, de amanecida y el perro husmeando al otro lado de la cuerda, siguiendo atento el borde de la acera en busca del mejor olor de la mañana. Pasa una aire con prisa de cartero urgente y el río, sin embargo, no se inmuta. El sigue a lo suyo, de reflejar la orilla e irse llevando sus fotografías digitalizadas al cercano mar, cuyo mugido se oye hoy hasta sin escuchar, ominoso y lejano, más allá de las últimas casas. Huele a pan reciente y a tinta de periódico, carne y sangre tal vez del día recién nacido y por eso vacilante. Recorro la calle, pero estoy en otro mundo de recuerdos hasta que el perro me da un ligero tirón, como si fuese él quien mandase en la cordada y me estuviera recordandop que nos es por ahí, hombre, que la panadería huele por el otro lado, según se pasa el puente que atraviesa el viento como con afán de cortar el aire, puede que entreabrir una puerta hacia lo desconocido, que dicen algunos libros que puede empezar en cualquier espacio, que, como el triángulo de las Bermudas o un agujero negro, te absorbe y te hallarías en el país de nunca jamás o en el de siempre, siempre. Otro tirón, me da el perro. Hoy estás peor que nunca, humano. No hay quien pueda, así, ocuparse de tí y llevarte sano y salvo a casa con el pan, el periódico, un puñado de frío y la huella del primer rayo de sol manchándote la maga del viejo chaquetón marinero, como si te hubiese cagado una gaviota velera de las que protestan en lo alto de cada farola porque les has turbado el último y tal vez más hermoso sueño de su noche estatuaria.
lunes, 25 de diciembre de 2006
¡Navidad!
Mi mejor nariz de payaso, esa fue la que me puse, y canté los villancicos que cantaba mi madre, para que se rieran los niños con aquello de que los ratones entraron en el portal y royeron los calzones de san José. Y todo porque esta noche en que "un Niño nos ha nacido", hay que sembrar en la memoria de los niños la alegría mágica, que es la que se taracea en la memoria, y un día, cuando hayan pasado muchos años y esté mi silla ya vacía, tendrán ellos esta nostalgia agridulce de la Nochebuena, tan llena de recuerdos, tan plagada de sillas vacías donde estabais los más tristes, los alegres, los un poco filósofos, los soñadores y los insoportablemente plúmbeos, todos con gotas del mismo ADN, participantes del mapa genético de la familia y de todas las familias que vinieron a mezclarse y enriquecer lo que otros tenían. Hoy es Navidad y esta noche pasada ha renacido el mundo, se pongan como se pongan sus habitantes, desde el más rico y todavía ávido hasta el más pobre, agobiado de conformidades obligadas y de revoluciones frustradas. Luego guardé mi nariz roja de payaso, mi flauta de afilador y mi gorro de cascabeles, apagué las luces del Belén y la de la puerta de la calle. Todas las luces, apagué, porque "los hombres no lloran", y me dejé llorar en lo oscuro, sentado en el borde de la cama, solo con mi soledad, mi silencio, mi esperanza, mi amor, que iba fluyendo como un inmenso río e inundándome la memoria hasta dejarla tersa como un espejo.
sábado, 23 de diciembre de 2006
prenochebuena
Cinco centígrados, proclamaba hoy el termoreloj del astuto vendedor de mecanismos calefactores eléctricos. Alguien me ha hecho un regalo de Navidad sobrecogedor. Da miedo y deberían algunos tener prohibido hacer regalos. Y más cuando son regalos de tamaño descomunal en relación con los pisitos de treinta metros cuadrados de que hablaban recientemente en los círculos políticos. O te sales tú, yo, en este caso, o hay que dejar el regalo en el rellano de la escalera, para asombro de unos despavoridos vecinos que no tienen culpa ninguna de que los conocidos del vecino de abajo -o de arriba, según- tengan enfermo o dormido el sentido estético. Me vuelvo y esta "cosa" estoy seguro de que emana sutiles humos posiblemente letales y desde luego evidentes. Es -me advierte el famoso sexto sentido- como si me estuviese mirando el cogote y bombardeándolo con su ponzoñosa insidia. Y sin embargo, por ser prenochebuena, he decidido no enfadarme. Venid -llamo a los niños, con la pandereta y la zambomba, que es prenochebuena. Y una de ellas, que tiene los ojos de agua tranquila y transparente, pregunta: oye, con el trabajo que cuesta escribirles, ¿sabrán leer los Reyes Magos?
viernes, 22 de diciembre de 2006
adviento
El inverno, a regañadientes, ha dejado caer unos copos de nieve para adornar las sombras de la sierra allá donde no llega el sol tímido, que se hunde con evidente placer en los ocres y sienas de los sotos de cada ladera. En la capital -donde recorrí, cansado de vejeces, unas calles transidas de frío- no logré descubrir al espíritu de la Navidad hasta verlo, dormido aún, en el quicio de una puerta, bien barbado, casi barbudo, bajo cartones rizados y mugre. Me dijeron, pero no lo creo, que era un vagabundo, que el espíritu de la Navidad estaba escondido entre los enanitos mecánicos de Blancanieves, que hacían movimientos como de político en pleno discuro vacío, en los escaparates del gran almacén, en cuyas transparencias se pegaban como caracoles las narices de unos niños absortos, hipnotizados por los movimientos de cada enanillo y el villancico apenas tarareado entre campanas y escrupulillos de plata y de cristal. "Castañas asadas, calientes" -grita el vendedor de la esquina del bulevar-, y hay zagalas escuálidas, recién estucadas, que esperan en cada esquina a no saben quién, tal vez, con el artilugio adherido a la oreja y apretado con su índice, que, como el resto de la mano, me recuerda caricias ya imposobles, sueños perdidos, la juventud que lloraba a hurtadillas Walt Whitman. Pasa un hombre hablando solo. Hay demasiada gente sola, que huye como puede del silencio a través de esta selva de colores y de música, con el silencio cogido a la garganta, con un grito que no suena, dicho en sueños. Insiste Dios en nacer. Casi es Navidad. -
martes, 19 de diciembre de 2006
Es lo peor de la lluvia. Sobre todo de esta lluvia insistente -la palabra sería "pertinaz", pero hoy no sé por qué me parece excesiva-, menuda y fría, que parece flotar en el aire inquieto y se te cuela por debajo de la tela del paraguas. ya lo he dicho: "paraguas". Insisto en que lo peor de la lluvia. No te defiende de esa menuda, etc., que viene en torbellinos, casi impregnada en el viento, y arremete de abajo arriba hasta empaparte, que por algo le llaman "calabobos", además de chirimiri los vascos y orvallu los asturianos, que encima se subdividen entre los que se lo llaman con be o con uve. El paraguas, que cuando no se te vuelve, llevado por un soplido ufano del vendaval, se le casca una varilla, y si no, te lo dejas en la peluquería, en la iglesia, en correos o lo que es peor en alguno de esos lugares donde no debe entrarse y te delata. recuerdo de cuando niño que una vez en mi pueblo se comentó que la dueña de la casa de lenocinio sacaba los días de lluvia los más característicos de los paraguas olvidados por la ilustre clientela. Un artilugio inútil, peligroso para los ojos de cualquier traseunte con que nos crucemos llevándolo en ristre, delator. Mi médico de cuando infantil, al que odiaba por sujetarme la lengua con una cuchara para mirarme la garganta, los usaba con empuñadura de plata en forma de cabeza de perro. Me habría gustado robarle uno, pero no por la plata ni por la lluvia, sino por el perro, que tenía los ojos tristes y el mirar cansado.
lunes, 18 de diciembre de 2006
Me pregunto si habrá alguien capaz de mantener la calma en este barullo anual que sofoca el espíritu de la Navidad, cuando no das abasto para responder a cuantos te desean paz y felicidad, y en cuanto cierran el sobre y pegan la solapa, se vuelven y gruñen, amenazadores, a otro humano gruñón que les pareció que amenazaba la integridad e intangibilidad de su ámbito. Tal vez fuese mejor que enviásemos menos felicitaciones y escribiéramos una, marcando bien, subrayada y en "negrita", en la propia frente: paz y felicidad. Yo mismo entiendo que debería preguntarme, ante cada uno de los míos: mis amigos, mis enemigos, mis parientes: ¿qué puedo hacer hoy para que tú te sientas un poco más feliz?. Imaginemos por un momento lo que podría ocurrir en el mundo, por lo menos en el mundo más próximo, si todos lo hiciésemos, aprovechando las lucecillas de colores, el soniquete de los villancicos y ese humo de palabras que se pierden -tal vez por no dichas, tal vez por no escuchadas- y se dispersan y añaden al círculo siseante del silencio que rodea a quienes están o a quienes se sienten, solos. Todavía hay tiempo para contribuir a la vida. ¿Seré capaz?
lunes, 11 de diciembre de 2006
uno
Ha vuelto el sol de invierno, esta mañana, despejando a empellones la niebla, malhumorado, rezongante. Debe parecerle mal que le hagan levantarse y venir a estas horas, el pobre sol, vejestorio de tantos miles, millones de años, que, por añadidura, ha visto tantas cosas y puede hasta parecerle injusto tener que bajar, con este frío invernal, de su solemne soledad sideral, a calentarle la espalda al género humano, que ya sabe él cómo se las gasta con cuanto tiene a su alcance. Pienso que si estuviera más cerca el sol, fuese asequible, el hombre habría encontrado medios de irlo despojando de sus atributos solares. Por eso murmura, audible, o puede que sea el torrente, que baja con más agua y arranca sonidos nuevos de las guijas del fondo del cauce, o el penúltimo arrebato del viento, como una protesta airada porque se le hayan resistido los extemporáneos capullos del rosal, que, equivocado por el cambio climático, ahora da rosas de invierno, un poco más oscuras y creo que algo aterciopeladas, como si en invierno, por el aquel del frío, hubiesen mutado, las flores del rosal, a ligeramente velludas, como melocotones. O a lo mejor es una coquetería nueva de las rosas, por llevarle la contraria al poeta que pedía que no las tocasen por ser ya perfectas como objetos estéticos, y sin embargo ya veis. Voy a buscar el periódico. Se me cuela el frío como una sierpe por el cogote. La periodiquera, aterida, me alarga una bolsa de periódicos y oralmente las noticias locales. No sé quién, un vecino que no conozco, fue al médico y le diagnosticaron no sé qué. Otro vecino parece haber muerto y el mar se ha llevado un mordisco de malecón que de provecho le sirva, a fuerza de estrellarse con estrépito contra el hormigón, los bloques, el hierro y el griterío de unos insensatos que lo desafían y se arriesgan a morir por jugar un rato con la espuma enhebrada en el nervio del huracán. Es lunes, es diciembre, el consuelo es que pronto, además, será Navidad.
domingo, 10 de diciembre de 2006
domingo
El domingo, en diciembre y adviento, tiene nombre y apellidos de viento y de granizo arremolinado, apilado, que cruje, cuando se pisa. Estoy apretado en torno a lo más íntimo de la capacidad de pensar -no sé si soñar- la supervivencia a que anima poner la oreja pegada a la tierra y escuchar la frenética preparación de vida que antecede a la lejanísima primavera. Por entre las nubes rotas, asoma un azul casi marino y se cuela un dedo de sol que va recorriendo la tierra, alejándose, trepando por la ladera del monte, revelando perfiles, aplastando sombras que se revuelven inquietas. Me siento tan escaso de vida que acudo al rincón de los libros, cojo uno y me sumerjo en el mundo de otros todavía, como inventados, menos probables que yo y me consuelo con sus previsibles conductas, encaminadas hacia un página de final aceptable en que todo se arregla para que los lectores nos quedemos entredormidos y tranquilizados a la vez, bajo el rumor de la lluvia, que nos va difuminando preocupaciones, dudas, vida. Porque es domingo, adviento y diciembre. Y está a punto de romper, se le nota, la flor de la mimosa, drogada por el cambio climático, enloquecida, con su tracto vital dislocado. ¿Cuál podrá ser la página final de la novela del cambio climático?
sábado, 9 de diciembre de 2006
especimen
Me he puesto aquí, sobre el escenario, en la tira de cristal preparada para el microscopio, hasta el que me llevo, encajo y miro. No puedo estar a la vez mirando y contemplado, analizado, razones por las que renuncio, me abandono y salgo a la calle, dispuesto a tratar de averiguar si la gente se ha dado cuenta de que hay otro blog, ahora mío, y advierto que no, que siguen yendo a lo suyo, cada cual, sin advertir este hecho cuya trascendencia se les escapa. Y sin ambargo hay ahora una pizarra en la que puedo ir poniendo sumas, restas y deducciones sin valor.
Aprovecho, me compro un tajalápices y una goma de borrar, y cuando lo estoy haciendo me digo: pero bueno, ¿todavía no te has dado cuenta de que esto es un blog? La señorita de la papelería lo ha empaquetado todo y me da no sé qué arrepentirme. le sonrío, me sonríe. De pronto me espeta: ¿usted escribe versos, verdad? Pues ... sí. Un amigo común me ha prestado uno de sus libros. ¿Y ...? ¡Pues a mí me gustan! Y yo: bueno ... quizá alguno ... Lo cierto es que no sé qué decir, así, cogido de improviso. Indudablemente avergonzado. Pago y me voy. ¡Qué día!
Aprovecho, me compro un tajalápices y una goma de borrar, y cuando lo estoy haciendo me digo: pero bueno, ¿todavía no te has dado cuenta de que esto es un blog? La señorita de la papelería lo ha empaquetado todo y me da no sé qué arrepentirme. le sonrío, me sonríe. De pronto me espeta: ¿usted escribe versos, verdad? Pues ... sí. Un amigo común me ha prestado uno de sus libros. ¿Y ...? ¡Pues a mí me gustan! Y yo: bueno ... quizá alguno ... Lo cierto es que no sé qué decir, así, cogido de improviso. Indudablemente avergonzado. Pago y me voy. ¡Qué día!
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