domingo, 10 de diciembre de 2006

domingo

El domingo, en diciembre y adviento, tiene nombre y apellidos de viento y de granizo arremolinado, apilado, que cruje, cuando se pisa. Estoy apretado en torno a lo más íntimo de la capacidad de pensar -no sé si soñar- la supervivencia a que anima poner la oreja pegada a la tierra y escuchar la frenética preparación de vida que antecede a la lejanísima primavera. Por entre las nubes rotas, asoma un azul casi marino y se cuela un dedo de sol que va recorriendo la tierra, alejándose, trepando por la ladera del monte, revelando perfiles, aplastando sombras que se revuelven inquietas. Me siento tan escaso de vida que acudo al rincón de los libros, cojo uno y me sumerjo en el mundo de otros todavía, como inventados, menos probables que yo y me consuelo con sus previsibles conductas, encaminadas hacia un página de final aceptable en que todo se arregla para que los lectores nos quedemos entredormidos y tranquilizados a la vez, bajo el rumor de la lluvia, que nos va difuminando preocupaciones, dudas, vida. Porque es domingo, adviento y diciembre. Y está a punto de romper, se le nota, la flor de la mimosa, drogada por el cambio climático, enloquecida, con su tracto vital dislocado. ¿Cuál podrá ser la página final de la novela del cambio climático?

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