viernes, 22 de diciembre de 2006

adviento

El inverno, a regañadientes, ha dejado caer unos copos de nieve para adornar las sombras de la sierra allá donde no llega el sol tímido, que se hunde con evidente placer en los ocres y sienas de los sotos de cada ladera. En la capital -donde recorrí, cansado de vejeces, unas calles transidas de frío- no logré descubrir al espíritu de la Navidad hasta verlo, dormido aún, en el quicio de una puerta, bien barbado, casi barbudo, bajo cartones rizados y mugre. Me dijeron, pero no lo creo, que era un vagabundo, que el espíritu de la Navidad estaba escondido entre los enanitos mecánicos de Blancanieves, que hacían movimientos como de político en pleno discuro vacío, en los escaparates del gran almacén, en cuyas transparencias se pegaban como caracoles las narices de unos niños absortos, hipnotizados por los movimientos de cada enanillo y el villancico apenas tarareado entre campanas y escrupulillos de plata y de cristal. "Castañas asadas, calientes" -grita el vendedor de la esquina del bulevar-, y hay zagalas escuálidas, recién estucadas, que esperan en cada esquina a no saben quién, tal vez, con el artilugio adherido a la oreja y apretado con su índice, que, como el resto de la mano, me recuerda caricias ya imposobles, sueños perdidos, la juventud que lloraba a hurtadillas Walt Whitman. Pasa un hombre hablando solo. Hay demasiada gente sola, que huye como puede del silencio a través de esta selva de colores y de música, con el silencio cogido a la garganta, con un grito que no suena, dicho en sueños. Insiste Dios en nacer. Casi es Navidad. -

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