En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
domingo, 31 de diciembre de 2006
Pusieron otra bomba. Tres o cuatro plantas de coches estacionados que se fueron al chatarrero –cajitas de hojalata con ruedas, éxtasis de ciudadano medio y su pareja, bolso en el regazo y mirada perdida, de superioridad, mientras la pareja resuda en busca de aparcamiento como en un tiovivo con regusto de “La Cabina”, aquel horror claustrofóbico de la televisión ¿de los setenta?, pero, lo que es mucho peor: dos tal vez muertos y decenas de heridos dolientes. Sin resolver nada. Las bombas no resuelven, sino que generan nuevas bombas, más explosiones, más muertos y heridos, más dolor, más ira, más rencor. El rencor es más difícil de apagar que la ira, que estalla y se apaga como un sentimiento agudo, un do de pecho. El rencor es persistente, mantiene el afán de venganza, lo alimenta, parece que hasta justifica la recomposición de la ley del Talión. Personalmente, la bomba me reafirma en que nadie ni ninguno tiene la razón ni la verdad y cada uno la mínima porción de ella que se nos distribuyó a los humanos al expulsarnos del Edén. Quisimos saber y se nos dispersó la sabiduría de tal modo que nadie dispondrá de la verdad completa, de este lado del espejo, por los siglos de los siglos. Y como consecuencia habrá siempre homúnculos que, convencidos de que la suya es una brizna mayor, traten de imponerla, con los que indefectiblemente habrá muertos y heridos, dolor, ira y lo peor de todo: el rencor. Pocos se dan cuenta, observo, de que sólo agrupando a muchos se consigue incrementar la sabiduría de alguno capaz de ir coleccionando lo suyo con lo que puede aprenderse escuchando a los demás, respetándolos. Pusieron otra bomba y presiente, ojalá me equivoque, que pondrán otras, con nombres de muertos anónimos en el explosivo y la metralla, y matarán a otros con nombres y apellidos previamente seleccionados con frialdad escalofriante por otros hombres –carne también, y sangre, y sentimientos, y, por lo tanto, alma inmortal, por inimaginable que parezca- Pusieron otra bomba y ya hay un gentío político cubriendo el hecho con polvo de palabras, viento de palabras, niebla impenetrable de palabras a cual más astuta, a cual más bella, a cual más impresentable, porque una bomba no es más que una bomba, es decir, el estallido de la parte honda, el cerebro serpentino del fondo de las sucesivas capas cerebrales, de cuando no llegaba a cerebro, pero intuía la parte oscura de la capacidad de pensar de la especie. Poner una bomba es llamar a la muerte e invitarla a que mate al azar a más de los llamados para la fecha de la explosión, a que encienda por los cuatro costados y los treinta y dos puntos de flecha de la rosa de los vientos la profunda oscuridad del terror sin nombre ni número, plena, pura, neta irracionalidad que paradójicamente utilizamos los hombres para tratar de imponer la razón de nuestras sinrazones. Pusieron otra bomba y lo hicieron antes de que acabase el año. No fuera a marcharse de rositas, moviendo la cola limpia de este veneno nuevo de sabor tan antiguo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario