Cuatro patas enclenques, dos enormes orejas y un sonoro rebuzno, No se llama Platero ni tiene la panza blanca, ni siquiera gris. Está sucio y cargado, tras de haber luchado con él, mejor dicho, ella, en este caso, para desinflarle la tripa y evitar el frecuente juego de hincharse y aflojar cuando parecía tensa la correa del arnés, dando con la alforja de la carga en tierra, diseminada, para jolgorio de los perros, que entresaltan y ladran, mueven el rabo y arrebatan lo que pueden, lo sacan del tumulto, se alejan a la parte trasera del jardín, donde la morera, y allí se reencuentran y gruñen recíprocamente, con el mayor entusiasmo. La burra nos mira en redondo, parpadea moviendo con lentitud las pestañas y es evidente que nos sonríe. ¿Montas?, parece preguntar invitadora. No lo hagas o emprenderá ese trotecillo engañoso que frente a la mata de ortigas, donde frena en seco, agacha la cabeza y retira un poco las orejas para que no se las lastimes cuando pases, bajando el tobogán, camino del inevitable topetazo.
Mientras hablamos se ha puesto a mordisquear la hierba que rodea el macizo de flores inexistentes que habrá, sin embargo en cuanto llegue la primavera. Parece que falta poco: enero, febrero, marzo …, pero tres meses, depende del observador, o son un santiamén o una cuarentena de aquellas de los veleros con bandera amarilla, enfrente del puerto. Cuarenta días son muchos días, tras de una travesía de otros tantos, con la playa al alcance de la mano, pero del otro lado de la mar. ¿Sabías que los marineros y los marinos –de guerra y mercantes- le llaman con singular frecuencia “la” mar, en femenino? Es para engatusarla. Le dan mimo, le hablan de tú. Fingen, como los legionarios de Beau Geste, ser los novios de la muerte, pero ni la muerte ni la vida tienen novios, y, cuando más, amantes frenéticos que saben que el amor con que nos manejamos de este lado del espejo sólo es eterno mientras dura. Después se intenta borrar, como si no hubiera existido, pero un amor, por efímero que sea, como las amapolas arrancadas del charco de amapolas del trigal, de la ensangrentada herida del trigal, nunca se borra del todo, y de vez en cuando da el ramalazo del recuerdo de un gesto, una palabra, aquella caricia …
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