martes, 20 de mayo de 2008

El cerebro, como un pájaro cansado, se posa en la rama más baja del árbol de los sueños. Se mece sin pensar. Tal vez los pájaros no piensen, se limiten a vivir la plenitud del vuelo mirándolo todo con sus ojillos inquietos, reverberantes, insaciables, cuya mirada parece un temblor. El cerebro se detiene, cierra los ojos de mirar el alma desnuda. Tal vez esta tarde no tenga valor para hurgar en la desconocida sima de los malos pensamientos, donde el odio y el rencor se remansan y al amor, cuando deja de ser eterno, se ahoga como una burbuja rota. El cerebro, lo cierto, es que se ha entredormido y flota a la deriva del icor de los sueños, que es un río sin mar y por eso los sueños en general se olvidan cuando te vas despertando como yo esta mañana que soñé, mira tú, que estaba soñando y primero desperté del sueño más profundo, pero todavía estaba en otro y por eso puede que el cerebro se me haya cansado en el camino y esté ahora así, exánime, indeciso, poco a poco absorto hasta convertirse de algún modo en columna de humo, en imaginación, que se encarama en una nube y desde allí va contando pueblos y ríos, bosques y cordilleras hasta que mi otra mitad me llama, es mi mujer, ¿pero es que no vas a venir a cenar?

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