domingo, 4 de mayo de 2008

Hay por ahí, en los anaqueles, entre libros diversos, bolas y recuerdos variopintos, barquichuelos en que navegan los viejos sueños de cuando me había propuesto ir a la mar, salir, mar adentro, en busca de lo que nunca se halla en el puerto de destino y por eso de nuevo ha de subirse al barco, el mismo u otro y partir, una y otra vez, para sentir, en medio de la mar, donde en redondo no hay más que mar y más mar, el colmo, casi, de la soledad cadenciosa o tremenda de las olas o las tempestades inexorables de la mar, que por eso no se parece a la eternidad, que es inimaginablemente inmóvil, al concentrar la energía toda en sí misma, ensimismada en el conocimiento.

Van, mis quietos barquichuelos, cada uno hacia su sueño y todos hacia ninguna parte, como las peñas de cerca de la costa, que asoman, parecen de algún modo flotar y tener una imposible vocación marinera. Los hay de vela y de motor y no sé cuál prefiero. Tal vez dispersarme e ir con cada uno hacia la otra orilla a la vez. Disfrutando de ese momento, cuando no hay tierra, nubes ni tormenta a la vista y las ilusiones resbalan sobre el agua quieta hacia los misterios de los puertos más viejos, cargados de historia, de esperanza y de nostalgias abandonadas en las tabernas casi siempre antiguas de los barrios marineros, donde los viejos se esconden entre sus barbas, suspirado apenas un rastro de humo de las pipas de brezo y de espuma y cantan media docena de jóvenes, entrañablemente mal, pero con indefinible, inefable sentimiento, una habanera.

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