miércoles, 7 de mayo de 2008

Le llaman a esta niebla la mángara, los más entendidos de los diversos tiempos del lugar, que no sé qué vientos la traen y acampa sobre nosotros y nos mustia y amurria, como a plantas y flores. No es demasiado espesa, que más bien tiende a calima, desdibuja el entorno y multiplica los ruidos, entristece con una vaga melancolía, que no son, valga la paradiástole, la misma cosa, y es la segunda más parecida a esta niebla que no por tenue pesa menos sobre el alma de la ciudad –en este caso villa- y de los villanos, que somos, en la menos mala acepción del término. Dobla los tallos de calas y margaritas que habían adelantado su presencia a la del sol que según el refrán es San Isidro el que lo pone y aún faltan días, por más que ya pocos, y la osamenta de los más viejos se resiente, cual si una evidente humedad que cuelga de las nubes agachadas dificultase el juego de las oxidadas articulaciones. Es como si al paisaje habitual, reproducido en papel adecuado, le echásemos una aguada para tornarlo acuarela de sí mismo.

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