He parado unos días, salía bañarme en el mundo de alrededor, donde entretanto había habido un espantoso terremoto durante que murieron muchos miles de habitantes de un mundo tan desconocido para mí como es la China milenaria, de que no sé más que a través de los libros en que se trasluce un mundo de honduras y misterios, supersticiones y sociedades secretas antiguas, sabiduría y calma, violencia contenida y una gran paciencia. Oriente debe ser, me figuro, como el contrapunto de nuestro materialismo, el otro extremo y contrapeso de lo que somos los occidentales, en cuanto ellos lo consideran todo desde una perspectiva espiritual, capaz, adivino, de salir en vida de la envoltura de los sentidos mediante un rigor ascético que nos resulta imposible, epicúreos como somos los occidentales, hasta donde se pueda, que no se debe nunca, ya lo sé, generalizar.
Descubro que la vida sigue y hay una oleada de jóvenes reinventando el mundo, mientras políticos de pacotilla se pelean por los bastones de mando y la publicidad sigue adueñándose del mercado de las vanidades. Lo malo es que muchos de esos jóvenes están redescubriendo los mismos caminos que reconducen a los mismos errores en que incurrimos los viejos caminantes cansados. Y les tientan y los emprenden, llenos de ilusionada buena voluntad, y no serviría de nada advertirles.
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