lunes, 11 de agosto de 2008

Cerca del camino de la playa, que sobre todo frecuentábamos en verano, mojando ya los pies en la mar, sobre todo cuando la marea estaba subiendo o más alta, había unas cuantas peñas, cada cual con su nombre, como la del cura, la de la gaviota, que entonces me daban pena porque siempre supuse que las peñas, ahí enclavadas, con sus collares de espuma, alguna vez, tanto como duran, que las he visto en antiguas fotografías de hace más de dos siglos, habrán tenido la luego frustrada vocación de ser veleros y echarse mar adentro en busca de otras tierras y otros paisajes. Nos pasa un poco, con el correr de la paradoja del tiempo, a los mayores, que paulatinamente nos vamos quedando en la orilla de la tarde, cuando llega el verano y todos se han ido en busca de las aventuras, las venturas y desventuras del día, y nos quedamos solos, como las peñas, en el banco de la solana, buscando la semisombra del limonero, enfrascados en la habitualidad de los laberintos de la memoria o echando cuentas del escaso futuro que aún nos queda. Tan misterioso sin embargo como siempre, porque el futuro es insondable, incalculable e inimaginable, como el mar para las peñas ensimismadas en la singladura que no harán nunca. ¿O tal vez sí? Puede que falten sacudidas planetarias, cuando se apague un día, crepitando, el sol, o se abaje la luna, cansada de su lendel. Y estas peñas, cuando el mundo se renueve, resucite, se rehaga, hayan surcado la mar y estén muy lejos, bajo hielos o asomadas a un tiempo diferente, de una especie inimaginable, que a borde de otro planeta estará a su vez flotando en otro lugar de la galaxia.

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