miércoles, 6 de agosto de 2008

No dejéis que pase el niño. Que no se acerque el niño. Ocultadle al niño que alguien ha muerto. Decidle al niño que ése que ha entrevisto, estaba dormido. Como si pudiéramos ocultarle al niño que existen la luna, las hadas y la muerte, el principio, el fin, la eternidad y los barquillos de canela y de limón que pregona el barquillero de mentira de la zarzuela. Mentiras, verdades, conceptos y sueños, el futuro es del niño, que todavía no tiene historia ni sabe si su nombre se escribirá en la parte alta de una página o de varias de los libros de historia o se quedará como el tuyo y el mío en ser pasta de papel con que fabricará un grupo de adustos operarios el papel de las páginas de los libros de historia. O, ahora que lo pienso, cuando el niño -¡apartadlo, he dicho! Que no vea las consecuencias de que haya pasado por ahí la muerte y ahora es un exuvio, ese hombre, y nada más, en apariencia, pero vete a saber si sabemos algo o no sabemos nada de nada-, cuando el niño llegue a ser como tú y como yo ahora, tal vez no se use pasta de papel, ni papel, ni ordenadores, ni microteléfonos, ni nada más que la telepatía selectiva, mediante que manejaríamos, si hubiésemos sobrevivido, el equivalente de Internet con el pensamiento fugaz, de modo que en teoría lo sabríamos potencialmente todo, con la salvedad de todo cuanto ignorase el programador telépata de la red. Me haré un lío, ya verás, pero no dejes que el niño pase por debajo de la cinta delimitadora del arzobispado, el principado, la jurisdicción provisional que ha reclamado la muerte respecto de ese vagabundo que iba de paso y encontró aquí la puerta, el valladar, el umbral de cuanto vale la pena saber.

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