sábado, 9 de agosto de 2008

Es mi cumpleaños, y como me pusieron el nombre del santo del día, también es mi santo. Cuando niño, mi abuelo y mi madrina me daban sendas propinas equivalentes a su regalo de Reyes, que era otra propina igual de cada uno. Casi siempre las invertía en libros. Puede que sea por eso por lo que ahora me he hecho viejo rodeado de libros por todas partes. Libros y discos. No hay mejor refugio secreto, salvo que seas muy, muy rico y puedas permitirte disponer de una parque o de un jardín y en cualquiera de ellos de un refugio secreto. Más allá del país de las hadas. Cuando se es tan viejo como soy, sin embargo, ya se puede, lo he logrado, prescindir de la envidia de tener un parque o un jardín y prescindir de los libros y de los discos. Se dispone de un enorme desván lleno de memoria y hay laberínticos escondites muchos de ellos intercomunicados y algunos tan lejos del mundo y de la realidad que incluso permiten olvidarse de si llueve o hace sol en el paisaje de afuera, en el que, al volver en ti, en este caso en mí, se pega uno un batacazo como cuando te bajas de golpe desde lo alto de la escalera a que me había subido en busca de aquella lámina o de la fotografía en que bajo el cristal roto amarillea un juvenil día radiante.

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