martes, 19 de agosto de 2008

La impresionante pintura clásica de ese territorio del tiempo en que todavía permanece la antigüedad, pero ha nacido sin duda y está separado del claustro materno el renacimiento, cuando los pintores se atreven incluso con la realidad cotidiana y los audaces colores de las viejas paletas inundan los lienzos de inesperados temas hasta hace poco ignorados por cada pincel, cada espátula, cada fuga imaginativa de los artistas. Mi museo son los libros. Hay reproducciones que son casi trasunto de la obra de arte –acercarse a ella es otro asunto, que sin duda tiene algo de privilegio, cuando por un momento puedes estar a la distancia del cuadro a que estuvo su autor, hasta el punto de que, si aciertas con esa distancia exacta, de pronto, entras en el diálogo visual-, pero es posible conformarse con el museo del libro, ahora que se logran tan hermosas reproducciones, y, por lo menos, es posible tener el atisbo de la emoción estética de la mayoría de los juegos de policromía o de los semitonos que componen el mensaje del autor, en ocasiones nada más que un soliloquio como los del músico que teclea absorto o el poeta que, ensimismado, juega a repetir palabras, o ensaya a ensartarlas en la luz de su estancia o su paisaje.

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