La mar se abre sin límite aparente hasta mucho más allá de lo que la vista alcanza, y nadie me impide surcarla en busca del misterio que hay donde ya no se ve y puedo imaginar todo un bestiario o a Nausicaa, con su grupo buscando una playa con cuya arena fabricar lo que niños llamábamos un “aguantadero”, “aguantadoiro” –decíamos en aquella mezcla de modos de hablar que sin embargo entendíamos-, para enfrentarse, como nosotros entonces, como Ulises, a las olas supuestamente encrespadas. Cuando las olas se encrespan de verdad no hay nada que hacer. Ganan siempre ellas porque el territorio del mar es suyo y nosotros, allí, aunque no sea más que imaginando, somos los invasores, los exploradores, en cualquier caso, los intrusos, al parecer al lugar de donde procedemos según los que aseguran que la vida empezó en el mar, útero así de la burbuja que habitamos.
La mar, hoy, fustiga agresiva las peñas ancladas ahí delante. No sabemos si son las peñas las que desgarran los flancos de las olas, que sangran espuma, o son las olas las que con sus garras de agua arañan la piel de las rocas y besan su carne viva.
En cualquier caso, el verano se despide, dudoso, alternativo, con truenos y sol, o por lo menos avisa de la efimeridad que le queda, y los osos andan buscan los cortines, para darse el último banquete de miel antes de retirarse a la osera, a soñar primaveras, mientras un lobo lejano hace dúo al cuco, al ensayan su primer aullido invernal y mezclarlo con este olor a agua salada y algas podridas que dejó la vaga de mar.
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