lunes, 27 de junio de 2011

Camino de la playa, cormoranes atentos, en la peña del Cura, que comparten con una colonia de gaviotas reidoras y media docena de charrancitos expectantes. Riega el sol, como jugando, la calle, y sale una barca de pesca a buscar el horizonte. Hay pocas nubes, las mueve el nordeste y bruñe con ellas el cielo, todavía demasiado azul, de principios de verano, estos días larguísimos, entre el señor san Juan y el señor san Pedro.

En Argentina, baja el River Plate al equivalente de nuestra segunda división futbolera y hay decenas de muertos y heridos. Así, que se dice pronto, muertos y heridos. Más de cincuenta muertos. Nos masifica un acontecimiento mínimo, como debería tener que ser el resultado de un juego y perdemos colectivamente la cabeza.

Por eso da miedo que salga a la calle cualquier multitud por cualquier motivo que sea, justificado, justificable o no. Leo que cuando Ortega escribió La rebelión de las masas coincidió su concepción y publicación con la de otra serie de libros, cuyos autores coincidían en la preocupación ante este hecho singular de que la masa absorba las capacidades individuales de discurso de los individuos que la integran y se produzca como sorprendente resultado el equivalente irracional de un clamor, que no dice nada, pero impresiona. Prueba de que no dice nada es que siempre, al final de una manifestación suele haber un comunicado o una serie de ellos en que se procura traducir, hay ocasiones en que cierta interesada libertad de interpretación, lo que no había sido más que ominoso sonido.

Entre el señor san Juan y el señor san Pedro, cuando todavía no llegaron los turistas, durante la semana se pasea el silencio, un tuno que lleva en su capa las cintas de colores del rumor del río, ladridos lejanos, gritos de madres que llaman a sus hijos desde lo más alto y lejano del barrio, un goteo insistente, la inexorable cadencia de los puñeteros coches.

Avispados hosteleros tienen ya tendidas, como telarañas polícromas, sus terrazas de caza. “Se necesitan camareros”; “hace falta dependienta”; “mujer madura y seria, se ofrece para cuidar niños y personas de la tercera edad”.

Ante este último anuncio, a los más viejos, se nos abren las carnes. “Ningún chino –dice el titular del articulo de un magacín dominical que no leo- mandaría a sus padres al asilo”. Los chinos, cuando cumples ochenta años, te llaman “venerable” y te permiten vestirte de amarillo, que es el color del emperador. Aquí –soy testigo de excepción, como víctima del hecho-, si te entretienes o tardas en el paso de cebra, te llaman abuelo, cabrón y te preguntan a grito pelado por qué no te quedas en casa tocándote, si te aburres, los cojones. A mí, lo que me parece más sorprendente es que incluso un energúmeno tenga ese atisbo de sensibilidad que hace que se preocupe de mi posible aburrimiento y me dé consejos, que, como tales, le agradezco, pero es que yo no me aburro nunca, le habría explicado si me hubiera dado tiempo antes de que doblara la esquina con el coche inundado de sonoro rock duro. Genio y figura, pienso mientras procuro agilizar el paso para evitar más molestias e improperios; hasta la música que le gusta revela ese excedente de energía que le impide compadecerse de que a los demás se nos estén acabando las pilas y hayan dejado de fabricar repuestos para una maquinaria tan antigua.

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