lunes, 20 de junio de 2011

No es nada personal –suelen decir los organizadores de las fiestas-, pero usted tiene que conformarse con que parte importante de la fiesta sea el ruido. Hágase –añaden- a la idea de que la melopea del ciudadano de la tómbola es de algún modo melódica, y sustituya, con el consiguiente deleite espiritual, el constante fluir de su verborrea por la escucha de una deliciosa cantata. Cada vez que oiga un volador, figúrese estar en Waterloo, la víspera de la última batalla de aquel soñador de la EU amparada por la sombra de su bicornio. O navegando en cualquier bajel de la armada, en ocasión de alternativa probatura de las andanas diestra y siniestra. Enardecido, podrá usted sentir la esperanzada ansiedad del guerrero, su temor y los heraldos de la posible victoria. Dicen que La Marsellesa, uno de los más hermosos himnos del mundo, se escribió durante una noche de estas mismas características, en vísperas de batalla parecida al festival del Sano. Tenga calma si le un zagal, aquí guaje, le echa petardo o buscapiés por debajo de las sayas de su señora. Más se le vio a Marilyn cuando aquello de las faldas plisadas y no ocurrió nada irremediable. Si se le cruza una charanga, disfrute, y, si los baffles, altavoces o descomunales y atroces multiplicadores del pop le provocan delirios insomnes, tampoco proteste. Póngase en lo mejor. Piense que estas horas que le roba al sueño son horas que recupera, horas que en otro caso perdería vagando a través de un mundo más virtual que los euros con que se maneja la economía del mundo. Déjese de la monserga de que precisamente usted es un apóstol del silencio. Se arriesga a que venga un par de tipos con bata blanca y se lo lleven a predicar al manicomio más próximo. Cada fiesta es un manicomio hecho ámbito de la más sesuda y sosegada realidad. Duran poco, por desgracia, se acaban, se apagan las sonrisas y se deja el gentío de la bienandanza, del sosiego y de la exaltación de la amistad, para, bajado que hayamos del lugar de celebración de la romería anual, nos reintegremos al improperio, la maledicencia y el incansable e irreductible odio recíproco de los malos, que siempre, dondequiera que nos pongamos, son “los otros”, es decir, los que piensan diferente. No se queje usted, amigo/a, y disfrute del milagro de que la locura festival, festera, pluridimensional y estival, nos humanice cada veintidós de agosto y durante unos pocos días antes: las “vísporas”, y después: la “octava” Déjese vivir, hombre/mujer, que esto del vivir son tres días y para cuando vaya a mirar será un viejo o una anciana, carcundo/a, en cualquier caso. Cante hasta enronquecer, baile hasta desfallecer, coma hasta fartase y beba por encima de los límites de impregnación etílica. Quítese del vehículo rodado, de la seriedad, de la circunspección y de las manías. Tiempo le ha de quedar para arrepentirse cuando el invierno de la rutina y el del intercambio climático lo reduzca a su condición de ser humano normal. Aquí y ahora, dese cuenta de que hemos regresado casi al límite de la ingenuidad de la tribu primigenia. Si tiene miedo, cosa razonable y legítima. Cierre puertas y ventanas, póngase un tapón de orejas y enciérrese en el fondo más profundo de su hogar, que es su castillo. Pero luego no diga que se arrepiente, que nos echó de menos, que se siente no sabe cómo, pero incompleto, infeliz, solo/a en un agujero negro de una galaxia lejana.

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