No hay, ni puedo imaginar que sea posible nunca, un estado laico. Se puede mantener, y no tengo nada contra la libertad religiosa y de cultos, pero el Estado, como tal, tendrá habitualmente una religión mayoritaria, que, mientras lo sea, será la suya.
Porque el hombre, que tiene incuestionables vocaciones de felicidad y de eternidad, necesita de una religión, lo mismo que necesita de una organización, un régimen, un sistema político de gobierno.
La religión tiene una parcela cultural, puesto que la cultura hace referencia al hombre completo, en su doble esencia individual y social, pero también, como espécimen, complejo de cuerpo y alma, que habrá quien preferiría que dijese que de cuerpo y de energía vital. Y convenga, contra las preferencias de los estados teocráticos, o no convenga dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, me parecen a mi indispensables ambos.
No puedo imaginar orden y concierto adecuados para las necesidades de cualquier grupo humano, tanto desde su perspectiva religiosa como desde la política, que no se apoye y complemente de modo recíproco sus principios en los del otro de manera que se mutuamente se legitimen.
El ateísmo, que asimismo respeto como postura, lo mismo que el agnosticismo, me parecen equivalentes del anarquismo, también respetable como idea personal, por poco aconsejable que en cambio parezca como criterio de lo que sería un desorden social. El ateo, el agnóstico y el ácrata, necesitan también de unos principios, un ética, personal o colectiva, que de algún modo equivalen a los órdenes políticos o religiosos de habitual consideración. Al fin y al cabo, una religión es metafísica de la ética, en cuanto es una ética a que se añaden los misterios que permiten ir más allá de la frontera en que la vida muda o se acaba, según la interpretación o la creencia de cada cual. Que yo siempre pienso que es mejor creer y decido hacerlo, puesto que me proporciona un plus de esperanza y en definitiva de caridad, de extraordinaria importancia para la vida
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