domingo, 5 de junio de 2011

Un día más para este sabor, como si la boca se llenara de ceniza, cuando descubre uno lo pequeño que es, al comprobar la miseria de otro y no poder criticarla porque equivale a la propia. ¡Si en el fondo su miseria es la mía, cómo voy a criticarla en él!

Es tremendo saberse insignificante a través de que otro se te parezca. Si no puedo alabar su conducta ¿qué esperanza cabe?

Y sin embargo hay una lucecita siempre, al final del túnel, y como penúltimo recurso el de suponer que si somos, es decir, soy, tan miserablemente incapaz, eso me servirá como circunstancia atenuante, ya que no eximente, a la hora de rendir cuentas de conducta.

Lo cierto es que casi siempre tratamos de “quedar bien”, más que de “hacerlo” bien. Nos enorgullece haber sido capaces de un logro, que nos hace quedar bien y nos permite pavonearnos por ello, cuando lo bueno podría haber sido, incluso estamos casi convencidos de que podría haber sido haber obrado de otra manera y no haber movido las piezas que determinaron consecuencias mayores o menores.

Alguien, sin embargo, ha de tomar siempre decisiones. Y aceptar responsabilidades. Admiro a los jueces, que tienen que vivir ejerciendo un día si y otro también la profesión de dirimir intereses y decidir entre pretensiones contradictorias y seguir viviendo con la misma tranquila naturalidad que cualquiera de nosotros. No consigo imaginar tensión menos soportable que la de quien tiene que juzgar y preferir entre las contradicciones de otros, o que decidir respecto de la responsabilidad de alguien.

Lo mío es sin duda tomar partido. Hace sufrir. Duele no ser capaz de defender con éxito a quien te encomendó que lo hicieras, pero resulta apasionante y cada caso, que es un mundo, te permite vivir tus propias circunstancias y las de quienes confían en ti. Cuando se tiene éxito, no hay satisfacción parecida que yo conozca.

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