Manía, seguro, es esto de escribir. ¿Por qué escribe –compulsivamente- quien escribe? ¿O hay por ahí quien escribe de otro modo? Podría ser lo mío una manía y lo de otros el verdadero afán, la misión humana, que alguien tendrá, para dejar huella de lo que fuimos sus coetáneos y lo que nos ilusionaba y cómo amábamos en nuestra parcela del tiempo, arropados por un modo de ser, es decir, una cultura y un grado de lo que llamábamos civilización, que seguro que dentro de unos pocos cientos de años parecerá tan bárbara e incivil como a nosotros nos parece la manera de comportarse de aquellas gentes del medievo.
Noto en mis colaboradores más cercanos la sensación, que sin duda experimentan, de estar muy cerca de las vacaciones veraniegas que unos disfrutarán ya el mes que viene y otros el siguiente, de agosto. Las crisis, poco menos que convertidas en modos habituales de vivir, nos han marcado con cicatrices de duda y desorientación, y eso da a las épocas de descanso de este año un cariz, un atractivo especial. Es casi imposible eludir la tentación de pensar que el tiempo, mientras estemos fuera, arreglará algo, o hasta tal vez mucho, de lo que hay pendiente de reorganizar.
Encuentro el filón, que desconocía que existiera, de las primeras aventuras del inspector Rebus, creado por Ian Rankin. Creo que se traducen ahora por primera vez. Para mí, un regalo estupendo. Un hallazgo, entre tanto fracaso de tanto repetidor de la misma aventura sin interés como últimamente se prodiga sobre los mostradores de las librerías. Hubo tiempo en que se decía, allá por los felices treinta o los azarosos cuarenta, que la mayoría de los funcionarios tenía una obra de teatro sin estrenar en el cajón de la mesa de su despecho. Ahora hay cada vez más escribidores de aventuras fallidas, sin pie, sin cabeza o sin pies ni cabeza. En ocasiones, es cierto que uno descuella, pero es uno entre una multitud. Vuelvo a mi convicción de que esto de escribir, lo hagamos bien o lo hagan mal, es compulsivo, pero, además, multitudinario.
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