Sabe Dios si para muchos años, unos lustros o lo que queda de siglo, lo cierto es que estas villas de las comarcas que fueron agropecuarias, de las alas de Asturias, se van quedando en museos de su memoria.
Recorres las calles vacías –mueve el viento burujos de papel, una bolsa de plástico, polvo y creo que palabras las palabras las mueve el viento: las que se dijeron, las calladas, las que sufrimos por no haber dicho y las que nos duele haber omitido-, y te descubres en una región onírica, como el recién llegado en un viaje de la máquina inventada por H.G. Wells, que, al apearse, miraría con recelo a su alrededor preguntándose por el lugar y la época a que le hubiera llevado el artefacto, en el ayer o en el mañana.
Calles que esperan el bullicio incontenible de la exuberancia del verano lúdico, timoteíno, de cada año, con el lastre casi insoportable de acordarse de cómo eran cuando las casas estaban llenas, nacían niños y se preparaban ilusiones.
Son como un escenario, ahora me doy cuenta. Preparado para la representación de los cómicos de la legua, que vendrán como las golondrinas, lleno del polvo olvidado por los cómicos de la legua que un día representaron y luego se fueron de ese modo irrevocable con que el tiempo se desliza hacia el buche que no cabe saciar del ocaso del sol. ¿Viene de oriente, el tiempo o corre hacia él? ¿Se desliza hacia la puesta del sol o va disparado hacia el futuro?
A ciertas horas, pasa por tu calle el imperturbable ciclista que circula como a máquina lenta y desprecia las señales como si en realidad él no existiera, fuese parte de la parte de calle hundida en el sueño. O, ahora que se acerca el verano, atraviesa una de esas avutardas en que se convirtieron las muchachas núbiles desde que usan faldellín para recorrer su adolescencia. O pasa la viejecita, o se arrastra con su perro paciente, nervioso, el viejecito. Son pueblecitos, a ratos villorrios, donde todo parece haber pasado ya y sólo puede que vengan los ecologistas, los nostálgicos, o estos viejecitos, a recordar cómo fuimos en nuestros abuelos de cuando las olas sucesivas de indianos, los de la leontina o los del haiga.
Ya ni bajan las lecheras, ni las vaqueiras con sus natas, el requesón y la mantenga, los pollos salvajes, de caleya, ni las xaldas de Balsera, con la fruta más sabrosa desbordando de las alforjas de la burra que nos daban a los nenos tres perrinas para que se las aparcásemos en el llerón del río durante el mercado de la plaza.
Viejecitos, sueños, palabras y polvo de palabras, recuerdos punzantes, ingenio olvidado, tertulias vacías. Cerraron las tiendas de ultramarinos y los cafés de espejos y peluche. No quedan jugadores de tresillo, de dominó o de malilla y en el puerto, donde se almacenaban los pertrechos o la baratería, donde se angustiaron agorafóbicos los emigrantes sin destino de los veleros de la carera de las Américas, ahora han puesto terrazas para que los guiris se escalofríen cuando pase el nordés.
Tal vez Cascos, que es de aquí, nos invente para éste y para los demás agonizantes pueblinos de la costa verde unos talleres que repartan la ilusión del trabajo.
Por de pronto, ya nos han puesto guías, cicerones, como a las catedrales, para visitas guiadas durante que se cuentan las leyendas, las historias y los cuentiquinos de que fuera, más allá del collado, lejos, está bullendo como loco el mundo del siglo que viene, donde se pongan ustedes como se pongan, las cosas van a ser distintas, inimaginables.
Me sobrecoge el miedo a lo que puede costar el cambio, si no somos capaces de ahormar ese futuro que viene arrollándolo todo.
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