Caen unos azulejos y se desliza por la pared del verano la primera niebla, todavía sucia de polvo y paja del hórreo, viene con orbayo, chirimiri, calabobos. Entristece el día. Eso y el debate del congreso, donde se tripiten o más los mismos argumentos, como si no supieran, que a lo mejor no saben, que nos estamos jugando la enjundia de los potes del tiempo que viene, si no somos capaces de apuntarnos a los tiempos y seguimos como en la fábula, que perdían los conejos aquel tiempo precioso y preciso con el debate de si galgos o podencos y eran los perros de tíndalos, los que venían latiendo del otro lado del tabique del inmisericorde Lowecraft de los terrores de nuestra adolescencia.
Se agarra el señor presidente a su derecho a quedarse, que para eso lo tiene, y los otros venga de empujar, unos esfuerzos infructuosos, típicos de una tierra como la nuestra, donde es tan evidente que todo el mundo tiene prisa por llegar arriba, saltándose los escalones si es posible, pero nunca tiene ninguna por bajarse ni por dejar paso cuando resulta evidente que no se da para más.
Las fintas políticas, otrora como juego de esgrima de floretes, se convierten en forcejeo, y en vez de ofrecer programas, proyectos, soluciones que se vean como posibles por quien las proponga, lo que se intercambian son a veces improperios, y, lo que es más sorprendente, la supuesta justificación, por parte de quien yerra, de decir que el otro lo hizo igual antes. Como si los electores no hubiesen tratado de mudar de postura precisamente para que uno nuevo hiciera las cosas de modo y manera diferentes de su antecesor.
Debaten acerca del “estado de la Nación” y mientras los mayores, cada vez más acalorados, alzan la voz o buscan modos espectaculares de golpear de la manera más incruenta, pero a la vez más hiriente, que sea posible, a los respectivos adversarios, los más pequeños, como Lázaro, se aprovechan de algunas de las mejores tajadas del ciego y de sorbos de su mejor vino.
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