jueves, 18 de diciembre de 2008

Atravesé en otoño la meseta entre la nieve domesticada a poco del desastre de la última nevada, que mantuvo a cientos de personas angustiadas bajo la hasta ahora mismo mayor nevada del otoño. Donde más, lloviznaba. Hacia el oeste, luminoso y brillante, por dos veces en quince días, el lucero de la tarde, que será Venus, si queréis, pero yo me seguiré empeñando en que es un lucero impertérrito, que mira descarado hacia oriente y me hace ilusión pensar que debe ser el mismo que dio nombre a este país mío, del final de la tierra, cuando le llamaban el País del Véspero. Como escoltándolo, una estrella que seguro que es muchas veces mayor, pero yo la veo pequeña, segundona, edecán del viejo lucero, que parece tan joven. Pido vino en el figón del borde de la carretera y ahora te sacan de quicio con tanta botellería, tanto origen, tanta añada. Dame vino de la Rioja o de la Ribera, que todavía tenga algo de sabor frutal. No debo ser buen bebedor de vino porque no me gusta que sepa a madera de roble, sino que guarde memoria, en el regusto, de su origen. El vino completa ese refugio del figón desde que es una delicia contemplar las diferentes cadencias de la nieve y cómo sugiere tempos diversos de la musicalidad de su silencio inexorable. La lluvia y el viento son alborotadores, la nieve es el silencio cayendo en copos y capas como si, todavía niño, te arropasen, Alguien ha encendido la chimenea y huele a humo, que se disuelve entre más vino, queso semicurado y hablar de esto y de lo otro, que no sean lo de siempre, ni, por supuesto, de la dichosa crisis de que hablan todos los ilustres bustos parlante de la televisión. -.

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