lunes, 22 de diciembre de 2008

Tampoco este año me ha tocado el gordo, y en cierto modo y si he de ser sincero, se lo agradezco, porque entre la preocupación por administrarlo y el miedo a que me lo quitasen se me habría acabado la tranquilidad que da ir, como decía Machado, ligero de equipaje. Lo único que en los hoteles y sobre todo en las posadas y las pensiones, los hostales y los paradores, si llegas sin equipaje, te miran siempre con esa desconfianza del que barrunta pufo en la mirada del interlocutor escaso de fondos. Ir ligero es una bendición. Me paso la vida buscando un zurrón que sea a la vez capaz y ligero, para llevar lo poco que en realidad se necesita para hacerle una foto al paisaje o robarle una instantánea a la rapaza que pasa comiéndose el mundo y sin percatarse de que deja poetas soñando y posibles enamorados atónitos, apuntar la media docena de ideas que se te pueden ocurrir según atraviesas un paisaje, el pañuelo y las tarjetas esas que ahora te adelantan el dinero para caprichos y cuando llega la hora de hacer balance del mes no quedan más que pelusas en el fondo del bolsillo y el telefonino, apagado desde luego, no sirva a quien te llama, sino a quien tengas que decirle algo urgente, como por ejemplo que la quieres y tu amor será eterno mientras dure. Ha llegado un tiempo imposible en que con llevarte el Mac y un enchufe y unos auriculares, además, hasta sesiones de cine te puedes permitir en el último mechinal del reino a que lleguen el adsl y la corriente eléctrica domesticada. Pero nada más, ya no cabrán en el zurrón habitual más que un trozo de queso y un mendrugo. Las demás, que serán ilusiones, hay que dejar que viajen y vengan en la cabeza, ramoneando, revoloteando, rumiando, que en cualquier momento, no sabes cuándo, se hay que quedar a descansar al borde de la puesta de sol, enfrente de la alborada o a pasar la noche junto al remanso donde suene el agua viva.

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