En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
viernes, 5 de diciembre de 2008
Un tiempo para cada cosa, dice el Eclesiastés. También, digo yo entonces, para soñar. Uno ha de concebir, con la primera luz de la mañana, un sueño que perseguirá, después, durante el día. Tiene que ser un hermoso sueño, y no una nadería alcanzable, como es apagar el despertador, por ejemplo, y robarle a la vigilia el duermevela, ese espacio todavía onírico, pero que te permite intervenir, establecer pautas de entresueño y vida real, sin que llegue lo que ocurre a ser ni lo uno ni lo otro. Un buen sueño, imposible, desde luego, es el de que nos toque la lotería de Navidad. No tienes más que comprarte un décimo, o, si prefieres, varios, atento a lo que cuestan, no vaya a ser peor el remedio que la enfermedad. Ya has abierto el camino y puedes emprender con la lechera la fábula de lo que harías y dejarías de hacer si la lotería en realidad te tocase, que es como ya hubiera ocurrido y en seguida se advierte si eres un puñetero egoísta o si tendrías preparado en su caso un reparto que te dejaría de nuevo casi en la pobreza. Puedes pensar también que te tocó, pero que ya has repartido y estás como antes, a las dos velas de casi siempre. ¿Lo ves? De todos modos, ha sido bonito soñar. Incluso hubo un momento en que te sentiste rico como Creso o tentado, como Harpagón o Shylok, de quedarte con todo. Otro sueño …, pero bueno, otro sueño mejor para otro día, que ahora va a llegar el invierno y hasta santa Lucía, dicen que cada noche gana espacio la oscuridad, preñada de miedos, a la luz. Es tiempo de contar consejas. María, la vieja inolvidable cocinera de mi niñez primera –luego ya no hubo cocineras ni consejas-, nos aterraba con sus narraciones de ánimas y aparecidos, monstruos y peligros. María, viejecita y menuda, con un moño redondo y los ojos pequeñitos, oscuros y brillantes, hubiera podido ser, si otros hubieran sido sus tiempos, tan famosa como los hermanos Grima o como Perrault. Hacía unas croquetas inolvidables y una empanadas que todavía provocan jugos a un montos de lustros de distancia de sus hábiles manos hacendosas, siempre peleándose con las arandelas de la cocina, su hierro, el carbón, las piñas, aquellos inmensos peroles de cobre de hacer dulce, el quemado del arroz con lecho y la fabada a dulces, que le clavabas un tenedor y se quedaba allí enhiesto, en las deliciosas espesuras de la grasa impregnada de un compango ilustre.
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