jueves, 25 de diciembre de 2008

Vamos, los mayores, de puntillas, a través de la Navidad. Ya nos vigilan, los más jóvenes, para que no nos alcance el ala de la tristeza, no nos roce la melancolía de saber que estamos a punto de emprender ese misterioso viaje de destino inimaginable donde hay tanta gente que dice que no habrá nada.

No haber nada ya sería algo diferente de lo que otros nos describen como si lo hubieran visto. Como en el título de aquel libro: el cero y el infinito. Todo o nada; la noche y la luz; el yin y el yang.

Que no hubiese nada también sería un destino. Es curioso y tremendo que ambos sean inimaginables, Dios y la nada, y que esta brizna de hierba, la hoja, la molécula de agua viva que somos, falible y débil, agobiada de manipulaciones, engañada por los sentidos, amedrentada por lo desconocido, sea la que tenga que decidir y decir creo o no en una u otra posibilidad.

Puedo estar, esta mañana o esta tarde de Navidad, doblado de cansancios y de tristeza sorprendida y, a la vez, de encendida esperanza junto al belén de las imágenes del misterio o al lado de la misteriosa inercia callada de dos amigos recién muertos. Todos están en silencio, ambos misterios, tal vez ambos misteriosos signos, tal vez mensajes que están diciendo, sin palabras, la contestación de todas las preguntas que con frecuencia olvidamos, yo al menos, enfrascados y ensimismados en lograr un acuerdo, un aprobado, una ganancia, todo tan importante y todo tan poca cosa, comparado con los dos hechos de nacer y de morir que marcan los linderos de nuestra deslumbrante insuficiencia.

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