Festejamos como un logro colosal cada declaración de unos derechos humanos olvidando que ya habían sido proclamados hace muchos miles de años en las tablas del Decálogo, cuyos preceptos, decía el catecismo, se encierran en dos, todavía hoy única regla de oro, principio en que todavía cabe cimentar la nueva sociedad de los primeros siglos del milenio entrante. La libertad de cada cual ha de estar delimitada por los linderos de la libertad del vecino, para quien debe desearse lo que para uno mismo y tratar de evitarle lo que tampoco queramos para nosotros. Y mientras no apliquemos esa regla, que desde hace tanto conocemos, ni derechos humanos ni democracia posibles.
Permítame que le reitere mi convicción de que los derechos humanos y sobre todo la democracia no sirven para organizar la vida de un grupo social mientras la cultura de ese grupo desconozca por sistema que la libertad propia es una tesela del mosaico que compone con las de los demás, tan respetables como ella. Y no cabe que la cuestión se disfrace con el hipócrita comportamiento de poner especial mimo y cuidado en no lastimar a los malos cuando hay que reprimir su comportamiento perjudicial para el común.
El que, no sólo desconociendo la libertad de los demás y su deber de respetarla más aún o por lo menos tanto como la propia, por añadidura, la hiere a veces hasta con tan cruel violencia que mata, hiere o roba, al hacerlo está renunciando al hacerlo a su propia humanidad personal, a los derechos humanos que como persona le corresponden.
Y permanece, sin embargo, aún en tal caso, el mandato de la vieja ley, de que Beccaria y Concepción Arenal deducían la consecuencia de que había que odiar el delito, pero compadecer al delincuente. Incluso “amarás a tus enemigos”, corrige la ley nueva. Lo que no cabe admitir es que la consideración, la compasión, incluso el amor, proporcionen ventajas a los delincuentes y dificulten a los custodios del orden y el concierto social la detención y la represión de los violentos, los delincuentes, los terroristas y los bárbaros, en definitiva.
Cuando lo que está en juego es la vida, al estar la convivencia que la posibilita. -
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