miércoles, 3 de diciembre de 2008

Va y dice ahora el presidente más poderoso del país más poderoso y mejor informado y más rico de la tierra, que uno de los dos o tres mayores errores, de sus ocho años de mandato, fue declarar una guerra sin saber si existía en realidad el motivo invocado para hacerlo. Porque motivo para declarar una guerra, lo que se dice motivo, creo que se dan muy pocos, si se mira el asunto desde la perspectiva empírica de las consecuencias previsibles. Debería caber la posibilidad de que una especie de consejo de ancianos como los que nos contaron que había en las tribus indias del lejano oeste, examinara en cada caso de posible guerra supuestamente justa si se trataba o no de una verdadera ofensa infligida por un pueblo a otro, un grupo humano a otro, y, caso contrario, poder decretar que los gobernantes responsables del desentendimiento y el enfrentamiento, fuesen los únicos que salieran al campo del honor o del deshonor, según se mire, a ventilar a garrotazos sus desavenencias. En un error demasiado gordo y muy poco justificable que un presidente que dispone de fantásticos medios e innumerables personas capaces y capacitados de realizar exhaustivas comprobaciones de cualquier cosa que pase en los más remotos y recónditos mechinales del mundo, trate de justificar en el error y la precipitación nada menos que una guerra, con lo que supone, como dijo otro político famoso, de sangre, de sudor y de lágrimas ajenas a este personalmente indemne culpable de tan inconmensurable negligencia, que bastaría, de no haber otra, para empañar todo un mandato presidencial. Creo que, de ser él, sólo por esto, yo no podría volver a conciliar un sueño tranquilo, rodeado por el recuerdo de tantos muertos y el dolor de tantos heridos

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