lunes, 29 de diciembre de 2008

Tal vez tenga razón este niño que dice que el invierno es un asco, te mandan al cole, hace frío, sales a la calle agobiado de mil ropones, te coge la gripe, a veces en vacaciones, para más INRI, y el tiempo de ocio se hace escaso, sin tener en cuenta –añade con amargura- que ya sabemos todo lo que necesitamos saber.

Yo que estoy del otro lado de la madurez me pregunto si no tendrá razón y para qué les van a servir tres cuartas partes de las informaciones que van a proporcionarles en las sucesivas aulas, si, un elevado porcentaje de humanos, trasladados hoy mismo a un planeta lejano cuya humanidad viviese en la prehistoria se iba a beneficiar muy poco de nuestros conocimientos, supuestamente tecnológicos y propios de una cultura de tercer milenio. Allí perdidos, sin el concurso de la multitud de ayudas que hemos de manejar para sobrevivir cada día, sin energía eléctrica encauzada, sin carreteras ni conducciones de agua, incapaces de hacer fuego sin cerillas o encendedor, una lupa por lo menos o la habilidad de que dispondrían los neandertales del lugar o sus cromañones, no es probable que durásemos las primeras veinticuatro horas de intemperie y variados peligros.

A lo más que podría ayudar un abducido a la prehistoria del imaginado planeta lejano, siendo de letras, podría ser a resumirle al hombre de las cavernas toda una biblioteca de resúmenes filosóficos. Sus propios retazos, citas en su mayoría fuera de contexto de una particular historia de la filosofía como la que cada cual elabora leyendo a través de sus comentaristas los de otro modo áridos textos de los pensadores. Resultaría un curioso epítome justificativo de los errores culturales que han venida agitando a la humanidad durante los últimos dos mil años. Porque a lo largo de ellos, a fuerza de leer a torcidas y derechas lo pensado por otros y pasarlo por el filtro de nuestras propias justificaciones generacionales y particulares, lo cierto es que nos hemos, pienso, cocinado una complicada y confusa sopa de letras mediante que nos podríamos convertir, si resultase, en ombligos, cada uno de nosotros, o, como mucho, nuestro particular grupo tribal, en ombligos de la civilización. Con lo cual, en vez de llegar a la conclusión de que formamos parte de un todo, tenemos cuando menos la tentación, y muchos incluso la convicción de que nuestra persona, individualmente considerada, podría ser el centro de ese universo.

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