Hay un silencio
hecho de estatuas rotas y piedras caídas,
polvo
de grandeza
flota en el aire, finge ser niebla, apaga
los últimos
rayos
de sol
del imperio.
Nos habían dicho a los niños,
los torturados niños de ambos bandos en guerra,
que teníamos el secreto,
lo guardábamos -oro en paño- soterrado
para una nueva, sorprendente generación
futura,
que iba a nacer del gigantesco útero del recuerdo
de
todas
las
guerras, la nuestra y las ajenas.
¡Como si hubiese guerras
ajenas!
Nosotros, los niños, por arte de birlibirloque,
maleducados,
redimidos por la ignorancia y la crueldad,
desenterraríamos un día el tesoro para bien del mundo.
Hay un silencio,
por sí mismo aterrador. Como si estuviésemos realmente a punto
de hallar,
de encontrarnos con la materia oscura, descubrir
no sabe nadie qué misterios,
que encierra, que oculta, que amenazan
el equilibrio del conocimiento.
Un silencio que humea
de los principios
quemados en la hoguera de la hipocresía
sutil
que nos envolvía con su humo acre a los tristes
harapientos culturales niños
de la tremenda posguerra que ha sido para la humanidad
el siglo XX
de todas las barbaries.
¡Qué más fin del mundo que éste
paisaje de ruina, ausencia, miedo,
soledad
y dolor
por que vagamos la gente como sombras
en busca de la luz
de la esperanza,
del alba que aún,
contra toda esperanza, tenazmente,
soñamos!
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