lunes, 12 de abril de 2010

Muchas veces, durante cualquier viaje, que otro va conduciendo y yo dormito, se me ocurre echar cuentas de la cantidad de cosas que estarán pasando en cada estancia de cada habitáculo de cada paisaje. Si es de noche, incluso cabe imaginar un relato corto en torno a cada punto de luz. Tengo, lo confieso, hasta tentaciones de escribir alguna de estas novelas, pero una novela, pienso, es demasiado para mí. No tengo paciencia para ir tratando con cada personaje, que en seguida tiene cada cual su personalidad y me propone discutir unas casi siempre, por lo que me concierne, débiles convicciones. Me asusto y lo dejo. Mejor conformarse con echar el lazo a los mensajes que mueve el viento sin cesar alrededor, escribir sobre las impresiones que la vida produce y nos impactan como a los planetas cada rociada de meteoritos como los que parecen haber dejado huellas en la cara de la Luna, que con aire tan aburrido nos mira. Ahora que lo pienso, esa cara, siempre la misma, de la Luna tiene que estar, si es posible que un satélite se aburra, cansado de ver la terca disposición de los humanos a estar constantemente enfrentándose, discutiendo, envidiándose unos a otros lo que cada cual tiene, por más que haya ocasiones en que es menos de lo que tiene el que sin embargo no tiene él. Se me ocurre que cada miembro de la comunidad humana, cada persona, como en las comunidades germánicas, tiene la vocación o el instinto de que toda la Tierra sea suya, cuanto hay, desde la Luna misma hasta cada grano de arena de la playa más remota. Por eso es tal vez por lo que todo se nos antoja, nada nos parece bastante y nos resulta tan difícil compartir lo que está ahí, creo, para toda la especie, para que compartamos. He ahí un concepto de los más difíciles de entender.

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