viernes, 9 de abril de 2010

Los vicios y las virtudes de que es capaz un ser humano, lindan por el norte y el sur con lo inimaginable, y hasta puede que por los restantes treinta puntos que señala la rosa de los vientos. Se ensañan, sin embargo, los críticos, con quienes se apartan de cada cauce cultural, como si el escaso grado de civilización a que hemos llegado fuese infranqueable, que desde luego no lo es y por eso, cada día, alguien se sale, muchos, tal vez demasiados, y nos deja boquiabiertos a los demás. Si bien puede que algo estemos fingiendo y que en el fondo comprendamos cada desmán y cada atrocidad, puede que porque muchos coinciden con viejas tentaciones nuestras, impulsos refrenados con más o menos esfuerzo.

Cuesta entender la telaraña de motivaciones que provoca los hechos de cada día. Uno, yo mismo, en su rincón de envejecer, más lento de reflejos, más sensible a comprensiones nuevas, como por ejemplo la de que el tiempo resulta cada vez más escaso, no sólo como perspectiva de futuro, sino también como espacio en que realizar cada actividad: leer, escuchar, meditar, resolver un crucigrama o completar un libro.

Compro e inicio la lectura de un libro cuyo autor, al parecer serio y solvente historiador, se atreve a sondear un futuro para el que augura hechos y descubrimientos. Me paro en dos lugares de un capítulo, en uno de los cuales dice el autor de pasada, como sin darle importancia, que se le ha ocurrido, al acabar una frase, pensar que no estará cuando se produzcan los hechos que pronostica; en el otro describe una guerra global, que opina que habrá de producirse dentro de cierto número de años y cuyo pronóstico choca con mi convicción de que el género humano habría llegado a través del siglo XX a la conclusión de que las guerras no sirven para nada ni bueno ni útil. Me ha hecho pensar, y considerar que es por desgracia probable que sea yo el equivocado y dentro de más o menos tiempo, habrá otra u otras guerras.

Me parece lamentable, pero creo que tal vez indispensable para valorar la paz. Otra vez aquello de que todo tiene su equivalente oscuro sin que no existiría su concepto. Es ésta, sin embargo, una teoría por el camino de las consecuencias de la cual se llega a otras insospechables. Por ejemplo, concluir en que lo oscuro se hace perdonable por su condición de necesario para que exista la luz, y por eso es posible que carezca de límites también la misericordia.

Me refugio en “El Asedio”, de Pérez Reverte. Se ha divertido, creo, lo indecible, escribiendo con lento deleite un libro sin prisa, que trata de meternos en la época de otra guerra, la del asedio de Cádiz por el ejército de Napoleón, y que le ha obligado a estudiar terminología marinera habitual en O’Brien. Se entrecruzan varias historias, que se cuentan y deben leerse sin prisa. Sabe el autor contarlas. En algún otro de sus libros, me pareció que lo que no acertaba era a terminarlas. Como si al acercarse al final, le entrasen prisas o ya se hubiera aburrido de pelear con los personajes. Los personajes, cuando adquieren vida propia, son gente peligrosa, audaz, terca. Hay ocasiones en que descubres que te están llevando la contraria y tal vez tengan razón.

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