lunes, 12 de abril de 2010

Nadie recuerda, si te fijas, su niñez, la adolescencia. Ni siquiera esa juventud que tanto suele decirse que se añora. Si acaso, sus esquinas, las encrucijadas, los puntos de inflexión, es decir, los acontecimientos más impresionantes. Lo hechos o los actos, propios o ajenos, que dejaron cicatriz, aún la conservamos, en la memoria. Llevamos incorporado un álbum donde van amarilleando, abarquillándose, las engañosas imágenes, adornadas, cada vez que se miran, con detalles que seguramente no estaban aquel día radiante o sórdido, pero que hemos ido adornando, por las esquinas de la fotografía, los entresijos del recuerdo, hasta hacerlo poco menos que irreconocible para un imposible espectador objetivo. Porque esa es otra. Nadie recuerda lo mismo, ni siquiera cuando se recuerda un acontecimiento que afecta a varios o que es trascendente para más de uno. Y si todos se reuniesen de nuevo ahora mismo, cada cual contaría lo suyo y parecerían recuerdos de hechos, actos, momentos diferentes aunque fueran el mismo. Eso, en cierto modo, me consuela cuando se trata de malos recuerdos. Al fin y al cabo hasta es posible que no me haya comportado tan mal, no haya sido tan miserable y me salven indeterminadas circunstancias. Si los días radiantes es posible que no lo hayan sido tanto y los haya adornado de modo tan evidentemente excesivo, una cosa podrá compensarse con la otra. Es una reflexión que puede servir incluso a esta hora del atardecer, cuando está a punto de ponerse el sol y la tarde se convierte en el preludio, tal vez una metáfora del fin del mundo.

No hay comentarios: