sábado, 17 de abril de 2010

La primavera ha sido siempre así, me digo, con estos vientos quemando cada brote, ese volcán enloquecido, la tierra que se estremece, el agua, fuera de cauces, que derriba viviendas de los hombres y las arrastra y convierte en fantasmas, a sus habitantes, cuando no en muertos. Sólo algún poeta la ha adornado de capullos y margaritas en las rimas de sus asombrados versos, en el límite, como andamos siempre los poetas de verdad y los que no somos más que apócrifos copistas de los versos que pasan, musitados por ese mismo viento, del territorio de lo cursi, donde se ahoga el sentimiento cuando resbala en la piel de plátano, como un humano cualquiera y no entiende el tremendo fuego que hay soterrado bajo cualquier suspiro.

Y la vida es probable que sea este desmedimiento de los conceptos entre que tratamos de hallar camino para cada escalón de la civilización humana, tan incomprensible en sus recovecos, consecuencias y desencantos. Puede que tengamos que lograr cada escalofrío estético a fuerza de batacazos y sufrimiento.

Siempre hay alguien, cada tarde, cuando se inicia la decadencia de la luz, y, apoyado en el horizonte, aún intenta el sol un nuevo acto de amor, cantar una luz nueva, como un cisne agonizante, que escarba en la memoria y rebusca motivos de inquietud, de violencia, de la barbarie de cuando vagábamos por la selva, atados por sus leyes, ensimismados en matar o morir.

Pienso que la música, ininteligible al fin y al cabo en su paroxismo de belleza, es un resumen codificado de la existencia de cuanto nos rodea y no sabemos explicarnos. Puede que eso sea lo que nos mueve a arroparnos con ella para tratar de amparar nuestra supervivencia en la calidez de su misteriosa textura, que es como una caricia esperanzada.

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