Late, se advierte, una corrupción medianamente soterrada en la cultura social española, de alguna manera es posible que entroncada en su tradición picaresca. Recuerdo ahora mismo, cuando sale a la luz el entramado de una verdadera multitud de conductas sospechosas, lo que alguien dijo de que la novela es como un espejo puesto al borde de un camino, en relación con el hecho de que la literatura nacional contiene los más brillantes ejemplos de literatura picaresca de la mundial. Algo, me digo, tendrán que ver Rincón y Cortado, el Lazarillo y comparsa, con este ir y venir de torres y montones, proyección en el techo social del de pequeños obsequios, mercedes y distinciones, recomendaciones, comisiones y demás metralla de abalorios con que se tiene en cuenta a quien en el mejor de los casos no habrá hecho más que cumplir con sus deberes, ya que me resisto a pensar que haya sido el regalo motor de actuación, sino adehala de cumplimiento con las obligaciones de quien las tiene.
Considero casi tan difícil corregir este bochornoso comportamiento social mediante procesos y castigos como tratar de acabar con la delincuencia mediante otros parejos o aún mayores. Un modo de comportarse generalizado no se obtiene más que partir de una razonada y razonable educación, con su adecuada dosis de dureza espartana. Pienso que nadie aprende sin previa enseñanza trabajada por sí mismo, o, en defecto del adecuado esfuerzo, por imposición ajena de unas razonadas y razonables pautas de comportamiento. Que no se trata de la dureza del tirano, sino de la compulsión del maestro, caprichosa aquella e inútil, razonada, insisto, y razonable ésta.
Una supuesta libertad, proporcionada a quien todavía no ha aprendido a usar de ella, conduce al libertinaje, que, en confrontación con el vecino más próximo, ha de resolver los inevitables conflictos aplicando la ley del más fuerte, la asociación en bandas y banderías, la ley del Talión y la del silencio.
Que tire la primera piedra quien no haya hecho o padecido el vicio recomendacional de la sociedad española, o quien no haya recibido el pollo aldeano o la caja de puros navideña. Regalos de amistad, que absuelve de pecado una nimiedad en que está el germen de la propina, que nadie sabe por qué se añade, de algún modo humillante, al precio debido por un servicio, pero que hace imprescindible el despreciativo gesto del que realizó algunos servicios cuando te vas de rositas y niegas ese previsto además, que, curiosa paradoja, está y no está a la vez entre los deberes sociales esperables.
Das, en ocasiones, propina, y su destinatario te la desprecia porque quién te habías tú creído que era él; la evitas y quien la esperaba te moteja de miserable, que quién te habrás creído que eres. Hay un confuso entramado de pequeño vicios, mordidas de roedor, entremezcladas con la brillantez propagandística de recomendaciones como la de que se practique la elegancia social del regalo, o que se haga como expresión de afecto. No es la cuantía, la que diferencia los supuestos. Los únicos que pueden distinguir son quienes regalan y quienes reciben, que ambos saben muy bien cuándo el regalo es pago de algo inconfesable o expresión de amistad y afecto encomiables.
Y en cualquier caso, reitero, sólo una adecuada educación capacita también para dar y recibir cuando sea procedente, cómo y por qué.
Que incluso hay ocasiones en que despreciar lo que te ofrecen , incluso cuando de buena gana lo rechazarías, puede molestar y hasta herir a quien se considera por una buena razón obligado a cumplir con una obligación social o por alguna otra quiere expresarnos su afecto.
Todo un lío, en que, complicados los más avispados y los poderosos, puede mutar a cualquier sociedad en patio de Monipodio, pero decorado y amueblado con arreglo a la contracultura de la oclocracia. Cuya seudoética de la riqueza y el poder permite incluso justificar y hasta contabilizar minuciosamente las cuentas de colosales mordidas multimillonarias. Si no fuese tan lamentable, sería hasta de una risible ridiculez.
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