lunes, 11 de mayo de 2009

Tengo amarrada mi embarcación de salir a soñar en el puerto de todos los cansancios. Donde venían antes los viejos del lugar, a la orilla de la mar abierta, a llenarse los ojos de sal y lejanías, como si todavía fuese posible enrolarse en los veleros de la carrera de América y todavía fuese América esperanzadora. No es que ahora no vengan. Seguimos haciéndolo porque he comprobado que el alma no envejece y por eso se siente cada vez más inquieta en un cuerpo incapaz de subir a cobrar la mayor durante la travesía del de Hornos, donde dicen que el viento convierte a los gavieros en aullido mientras desmantela cualquier aparejo de trapo, por hábil que sea el capitán, más antiguo en el escalafón que el viejo Acab, perseguidor de ballenas. Tengo mi embarcación sin calafatear, sin aparejo, despintada de escepticismos. Y sin embargo la veo como cuando de niños cualquier chaparrón nos invitaba a recorrer la playa mirando el origen del viento, cada herida de un rayo en la piel del agua. Yo no soy capitán, no lo soñé nunca. Me sabía timonel, aferrado a la rueda inútil, mientras la cresta de una ola o en el hondón entre dos, como en un valle de paredes traslúcidas, taraceadas de peces sorprendidos. Tal vez la vida, se me ocurre ahora mismo, no sea más que arreglar el desfase entre el envejecimiento del cuerpo y la imperturbabilidad del alma, que lo espera mientras viene y va, emigrante a través de tantas utopías.

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