Hay a quien le gusta y a quien no, desvelar secretos. Es peligroso. Incluso delito, puede ser, según el misterioso arcano de que se trate, o consistir en la búsqueda, culminada en el mejor de los casos por el hallazgo, de algún viejo tesoro olvidado y como decía la entrañable definición del Derecho Romano: “que ya no tenga dueño”. Un tesoro es siempre algo secreto, pero un secreto puede no ser un tesoro, sino algo inaudito, horrible además, que podría acabar con la reputación de los eventuales protagonistas de lo oculto.
Ya hace mucho que existe ese que llaman periodismo de investigación. Minuciosa revisión de hemerotecas y de papeles olvidados, que unas veces se hallan en los archivos y otra, a través de la basura, hacen inesperados viajes hasta el laboratorio del investigador, que los reconstruye, relaciona y le sirven para encontrar huellas oscuras de personas y personajes a que les gustaría que se hubieran olvidado para siempre.
Y están, además, los curiosos que no son periodistas, sino eso: curiosos, a quienes encanta profundizar en los espacios desconocidos, las zonas sombrías de la conducta de la gente de cuyos antecedentes de cuando era insignificante apenas se sabe. Y escarban en el pasado para ver cómo hizo cada cual su camino iniciático, y se descubre que en vez de peregrinar con los debidos trabajo y esfuerzo, algunos tomaron por atajos y despreciaron los letreros: prohibido el paso, de cada espacio y cada tiempo.
La sociedad no suele perdonar estas cosas. ¿Debería? Pienso que sí, a diferencia del inexorable criterio de Sócrates. Nuestro esfuerzo hecho para perdonar paga la culpa del prójimo. Y por otra parte, habida cuenta de que nadie debe ser juzgado dos veces por la misma falta, ¿quién soy yo para juzgar de nuevo lo que ya ha juzgado su implacable conciencia?
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