domingo, 31 de mayo de 2009

Toda la semana recorriendo el camino, pero descubro un pueblo nuevo, vacío, sin gente ni perros, gatos o basura en las calles. Otro pueblo amurallado, pero éste sin olma ni pájaros. Hice fotografías de la soledad. En la plaza, junto a unos árboles entecos, cuatro niños, únicos habitantes de las siete de la tarde, jugando. Les habríamos preguntado algo, pero después de tantas películas, tantas noticias, tantos relatos de terror, los niños no hablan con desconocidos. Se alejan, nos miran con recelo. No me extraña y digo que nos alejemos, que ni sufran ni teman. Triste mundo éste, en que los niños han de ser cautos y es adecuado y justo que teman y se aparten sin entrar en conversaciones con los desconocidos. En medio de un atardecer caluroso de la vieja Castilla, yo por lo menos, sentí un escalofrío. Nada más que esos niños, hasta llegar al bar, donde yacen unas ocho personas, de que una nos da café y otras cuatro juegan a las cartas y gruñen ininteligiblemente cuando les deseamos buenas tardes, Nos vamos con el viento. Se me ocurre que ahora que la autovía hace quiebros y se aparta de los pueblos, habrá muchos así, herméticos hogares de soledad. Dónde estarán los que quedan. Ya no era hora de siesta. ¿Se hallarán todos hipnotizados, asomados a las ventanillas de la televisión? Afuera, en los campos, no los vimos. En las calles, tampoco. Sólo cuatro niños y ocho o diez adultos. En una ventana, “entre visillos”, adivinamos un ser humano. En el balcón del ayuntamiento, ondeando, unas banderas. Hay sin duda vida, pero tal vez hibernada. Da algo que o está entre la pena y el miedo o los amalgama.

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