Corro de un lado a otro en la función de hombre anuncio que menos me gusta, y opino aquí, presento un libro o una persona allá, charlo sobre algo de que entiendo poco, encargo varios libros que llegan tarde mal y nunca con esta manía de ahora, de anunciar que van a publicar algo que trata de lo que tanto nos ha interesado siempre, sobre lo que opina un amigo o un conocido que nos merece consideración, afecto o curiosidad, me acatarro como siempre en primavera, luego volverá a ocurrir en otoño. Para colmo, el cocker se asoma, advierte que llueve, me mira con ese reproche evidente que se le cae de los ojos y va a meterse debajo del banco del zaguán, entre humilde y terco, Le entiendo: si quieres, iremos, pero ¿no te da pena de mí? ¿Vas a decidir sin tener en cuenta que yo no puedo cambiarme luego de ropa y tendré que soportar la humedad desasosegada de que me pases esa toalla vieja y maloliente, reservada a los perros, que soy yo, y que ya ves que no me quejo, y estarías ahora a tiempo de ser un amo considerado …?
Total, que no salimos. Se da cuenta, sale, mueve lo que le queda de rabo de cuando de cachorro alguien decidió dejarle ese expresivo tocón, me lame la mano y vuelve al sillón preferido para escuchar la tele y dormirse, apacible, soñando a veces entre temblores y ladridos apagados, menudos, que sosiega con un ronquido poco menos que humano, blando y feliz.
Leo desde una nueva perspectiva un diálogo de Platón y me enfado con Sócrates, descubro que ésta es la hora de la novela policíaca y regreso al errático diálogo de la última de Alicia Giménez Bartlett, tan ingeniosa, despectiva, terca, paciente, en los silencios y claroscuros de los pasillos y los claustros semivacíos de los conventos.
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