lunes, 4 de mayo de 2009

No sé dónde habrá estado metido este señor mirlo que me salió ayer al paso, bien de mañana, polvoriento. Más que cantar, chirría. Nos se va, cuando me acerco. Insiste, como si tuviera algo importante que decirme. Me lo repite. Por fin hace un gesto, como de desesperación, uno de esos gestos torciendo apenas la cabeza de súbito, presentando el escorzo del desprecio, refulgente, en que son especialistas las mujeres atractivas, y se va, aleteando, sacudiéndose el polvo de las alas, que no había visto yo nunca un mirlo tan sucio, ellos que son tan encopetados y elegantes. Con el frac rigurosamente negrobrillante y la corbata, el detalle del pico amarillo oro.

El viejo cocker, indiferente, escéptico, tironea entre tanto de la cuerda: pero bueno –se ve claramente que me dice- ¿a nuestros años te distrae un pájaro de lo que hemos venido a hacer?

Los perros son tan efímeros –cada uno de sus años equivale a siete humanos-, que nos da tiempo a contemplar desde su infancia hasta la senectud. Pasan de ser simpáticos cachorros a alcanzarnos y rebasarnos, enseñarnos a ser viejos con esa dignidad irreprochable con que nos acompañan, ya mayores, sin privarse de dar gritos de advertencias a sus semejantes, proferir jactanciosas amenazas cuando nos cruzamos con ellos y piropear a las perritas que hay por la calle a cualquier hora, tan insinuantes a veces, de olores y posturitas insinuantes, invitadoras.

Hoy, que llueve mansa y tenazmente, se me para en el zaguán, gruñe bajito, sacude la cabeza y me pregunta si de veras creo que dos carcamales como nosotros debemos salir a la intemperie. Se planta. Hoy he de ir a buscar los periódicos solo. El se agazapa debajo del banco, cierra un ojo y dice que allá yo, que ya tiene otra cosa que hacer.

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