domingo, 10 de mayo de 2009

Los días pueden ser brillantes o grises, pero hay asimismo días negros, horribles, tan amenazadores como esas simas de fondo desconocido para quien se asoma al borde y no sabe si algún curioso explorador habrá estado ya allá abajo. Abajo, arriba. También son conceptos, además de contrapuestos, que presuponen mejor lo alto que lo bajo o lo que se hunde por debajo del suelo. Se prefiere habitualmente volar a sumergirse en la tierra o la mar y suele considerarse mejor ir a explorar entre las estrellas que abajo en las simas donde los peces más misteriosos. Supongo que arriba, en las estaciones espaciales de que apenas cabe imaginar salir, a distancia corta y con burbuja especial, la especie humana, salvo el temple excepcional de algunos, tiene que experimentar una tremenda sensación de inseguridad, y, como consecuencia, un miedo de características y dimensiones inimaginables desde aquí abajo, donde, pisando el suelo, se supone que hay un mínimo de seguridad. En especial durante los días brillantes, los días que Priestley ha llamado “radiantes”, que suelen dejar huella profunda en la memoria, lo mismo que los otros dejan cicatriz. Creo que la diferencia está en que de la memoria, a veces, por una u otra razón, las cosas se borran, mientras que las cicatrices permanecen siempre, más o menos marcadas, indelebles y de alguna manera deformantes. Y a diferencia de lo que ocurre en otros casos, donde en el equilibrio está lo más aconsejable y a la vez frecuente, no pasa así con los días grises, cuyo componente interior, reflejo de la niebla exterior, es la tristeza inexplicable, que encoge el paisaje, desacelera el futuro, lo hace menos prometedor y arrincona la imaginación en umbrías de agua quieta.

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