Qué pena da que de pronto alguien a tu alrededor, aunque no tenga que ver contigo, perdió la capacidad de valorar las cosas, interpretar correctamente las palabras, usar, en definitiva, de su dosis de inteligencia con arreglo a su utilidad práctica, de que forma parte, por otro lado, la capacidad de imaginar, ahora desbocada y aberrante. Pero tiene que haber de todo, supongo, desde pobres hasta ricos y desde tontos hasta premios Nóbel, para que el mundo mantenga su precario equilibrio y gire, día y noche, hacia esa conmixtión de esperanza, futuro y miedo en que consiste la aparición de la luz de cada mañana, todavía un resplandor más allá del horizonte, a veces amatista, que por eso sólo llamo yo a tal color el de la duda. ¿O no estáis conmigo en suponer que el día, antes de recuperar la luz y el paisaje, tiene un momento de duda?.
Un día más, hoy, de crisis económica y de gripe cochina, de que alguien haya matado a alguien y que un juez, dice la prensa, ha soltado a un grupo de piratas prisioneros porque el fiscal no los había acusado de nada.
Pero puedes buscar música, la más adecuada a tu estado de ánimo y llenar de ella el aire. En seguida, las preocupaciones se difuminan por lo menos –algunas llegan a disolverse- y notas, a medida que respiras el aire musical, una mayor relajación. Creo, os soy sincero, lo dijo el otro día, que me tocó presentar a un músico en una reunión, que la música es un lenguaje que está entre el modo de expresarse y entenderse de los hombres y el de los ángeles.
Y no sé por qué, me asalta el recuerdo de la clase de latín de sexto o de séptimo de bachillerato, cuando el profesor saltaba de uno en otro, sigue tú, y flotaba en el aire el fantasma del miedo, con aquel grupo de adolescentes granujientos en tensión, pendientes de que el dedo, la voz, te señalasen y te encontraran náufrago en plena catilinaria, con Cicerón implacable, pero el profesor más, apuntando sin cesar en su libretilla de tapas de hule negro, los escasos aciertos y los patinazos de la escasa y amedrentada tropa, anhelante de que sonara el timbre y fuese posible huir a la playa, a jugar un partido o soñar el sueño de hacerse pirata o marino, qué más daba, para perseguirse implacables por la mar oceana donde sería poco probable que fueran a buscarte Homero u Ovidio, Aristóteles y Pitágoras o el profesor de Latín, que por qué no estarán ahora a mi alrededor, reintentando recuperarme para la civilizada armonía de los clásicos.
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